José Luis Pinilla
Horizontes abiertos y presidente de CONFER-ALCALA. Grupos Loyola

En el centro, el silencio: crónica de una búsqueda al atardecer


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En pleno corazón de Madrid, donde el ruido parece no dar tregua y la prisa marca el ritmo de los pasos, hemos disfrutado de un paréntesis de gracia. No hay que ir lejos ni subir al monte. Basta con entrar en una casa discreta, en la calle Martínez Campos, de esas que no llaman la atención, pero guardan un misterio en su centro: un jardín. Con vida y suspiros, donde las hojas hablan entre sí cuando cae la tarde y un ángel –descendiendo– vuela como mariposa hacia regazo de María. La piedra toma forma de escultura sedente y de acogida calmada … como lo es todo lo que se abandona a la confianza. Su gesto no grita, pero habla: sus brazos abiertos y reposados sobre el regazo y su rostro inclinado, dicen ‘Fiat’ sin pronunciar palabra. Es la escuela de Nazaret grabada en piedra.



En ese mismo espacio, estos días, he acompañado a un grupo de personas mayores en los Ejercicios Espirituales del Circulo Loyola con 75 años de historia. Son mujeres y hombres que no necesitan demostrar nada, porque sus canas ya hablan por ellos. Vienen no desde la urgencia, sino desde el deseo. Su andar es pausado, pero su alma está en búsqueda. Buscan —como siempre lo han hecho, aunque ahora con más hondura— la voluntad del Señor. No se refugian en la nostalgia del pasado ni en la ansiedad por el futuro. Se sientan en el presente, como quien se sienta en un banco a esperar que el sol baje un poco y llegue la brisa. Como María, abierto su regazo a la sorpresa.

Y en el centro del ruido —porque la ciudad sigue allí, apenas al otro lado del muro— ellas y ellos eligen el silencio. Ese silencio que no es vacío, sino tierra fértil. Callan, pero su presencia habla. Comparten poco con palabras, pero mucho con la mirada, con la forma de estar, con la escucha atenta. Hay algo en ellos que no se aprende en libros ni en conferencias. Es la sabiduría que sólo otorga el tiempo vivido con fe, con heridas aceptadas, con preguntas sin resolver, pero habitadas.

Cada uno llega con su historia a cuestas, y sin embargo, todos llegan ligeros. Se descalzan por dentro. Se dejan mirar por el Señor. Algunos traen preguntas que nacieron hace décadas. Otros simplemente se dejan estar. Pero todos, en común, muestran que el alma no se jubila nunca. Que aún a los ochenta se puede cambiar, crecer, abrirse, volver a empezar. Y que la voluntad de Dios no se entiende con la cabeza, sino con el corazón que se inclina.

Anunciación en un jardín de la calle Martínez Campos en Madrid

Mientras la tarde cae, el jardín parece volverse más íntimo. Las voces de la ciudad se atenúan como si respetaran ese espacio sagrado. El ángel sigue allí, suspendido, volando hacia María, que lo espera con esa postura suya de acogida eterna. Y uno entiende entonces, una vez más, que los Ejercicios de San Ignacio no son tanto una técnica o un método: son una peregrinación al centro. Al propio centro. Al jardín que Dios ha plantado dentro de cada uno. Y que, aunque a veces lo olvidemos, sigue ahí. Esperando que lo reguemos con silencio, con escucha, con ese humilde ‘Fiat’ que lo cambia todo.

En ese silencio que no exige respuestas, pero las espera, y en la soledad que no pide compañía si no es la que se presta en la solidaridad, brotó también la semilla honda de la reconciliación. Allí, el alma aprende a mirar al otro sin rencor (y menos polarizado), a tenderle la mano desde el pensamiento limpio, desde la ternura que no presume, sino que se transforma en servicio. Porque es en ese recogimiento callado donde el corazón se ordena, donde se aflojan los nudos del orgullo y nace, sin estruendo, la caridad más pura: la que no busca reconocimiento, la que perdona, la que ama dolientemente desde la experiencia compartida por el desamor que producimos y que se abre – todo juntos– al perdón que recibimos abiertos al futuro

Gratitud

Al final del día, cuando cierran los cuadernos y cesan las meditaciones, no queda una sensación de tarea cumplida, sino de gratitud compartida en breves y respetuosas palabras. Gratitud en todos por haberse acompañado, todos como hermanos mayores, en su deseo de Dios.

Una noche me quedo yo también sólo en el jardín: Gratitud por lo recibido de los mayores. Por sus palabras, precisas, nacidas del alma. Gratitud por sus miradas, que ya no buscan convencer, sino comprender lo nuevo. Y gratitud, sobre todo, por su presencia fiel, que nos recuerda a todos que la vida espiritual no se apaga con los años, sino que, si se le permite, se afina.

Mañana fuera de aquí, la ciudad no habrá cambiando. Pero sí nuestra mirada sobre ella con la mística de los ojos abiertos.

Así, en medio de Madrid, en el centro, cuando cae la tarde, buscando lo esencial, un ángel sigue volando hacia María. Y en el corazón de un jardín, late algo eterno.