No lejos de donde se situaban antaño las llamadas torres gemelas que fueron destruidas con el atentado del 11 de septiembre del 2001, concretamente en la punta de la isla de Manhattan por el sur, cerca del llamado Battery Park y justo donde empieza el distrito financiero de la Gran Manzana, se puede observar algo curioso: entre los rascacielos hay una iglesia pequeña, de estilo colonial, que sin duda contrasta con todo lo que la rodea. Se ve incluso mejor dicho contraste si se llega a la isla con el ferry que viene de Staten Island y que toman cada día miles de personas para ir al trabajo. Dicha iglesia, como se lee en una placa de la entrada, corresponde a la casa en la que vivió Elizabeth Ann Bayley Seton, la primera santa canonizada nacida en Estados Unidos, concretamente en Nueva York. Creo que no se puede decir que es una santa más, su vida es tan interesante y su testimonio de fe tan rodeado de dificultades, que merecen ser recordados, incluso desde el punto de vista de la historia.
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Elizabeth Ann nació el 28 de agosto de 1774. Sus padres, el doctor Richard Bayley y Catherine Charlton, los dos anglicanos piadosos y leales miembros del partido conservador, habían permanecido fieles a Gran Bretaña durante la guerra de la independencia americana (1775-1783). Los antepasados de Elizabeth fueron de los primeros colonos de la región de Nueva York. Su padre procedía de una acomodada familia francesa de pasado hugonote, los condes de “New Rochelle”. Su madre era hija del Doctor Richard Charlton, importante pastor anglicano, de origen angloirlandés.
Cuando nació Elizabeth, sus padres llevaban casados cinco años y tenían ya una hija, Mary Magdalene. La pequeña, Catherine, nació tres años después de su hermana. Se cree que la Señora Bayley murió al dar a luz a Catherine, que a su vez murió al año siguiente. El Doctor Bayley se volvió a casar y continuó viajando al extranjero para perfeccionar sus estudios de medicina. Su segunda esposa, Carlota Barclay Bayley, le dio siete hijos que ella prefirió a las hijas mayores procedentes del primer matrimonio, por lo que Mary e Elizabeth tuvieron que sufrir mucho debido al rechazo de su madrastra.
Entre sus primeros recuerdos, Elizabeth relata la muerte de su madre y la de su hermanita y cuenta también que enseñó a rezar a su hermanastra Emma. Habla también de las largas temporadas en que Mary y ella tuvieron que vivir con otros parientes debido a problemas familiares que al final causaron la disolución del segundo matrimonio de su padre. El Doctor Bayley parecía dedicar más atención a la medicina que a sus hijas mayores. En su adolescencia, Elizabeth se sentía sola y melancólica y durante una época, sufrió de una depresión llegando a tener ideas de suicidio. Más tarde, escribirá en su diario íntimo su agradecimiento por haber superado la tentación de tomar una sobredosis de láudano, medicamento utilizado entonces como sedante:
“A este terrible pensamiento relativo al láudano, siguió la alabanza y la acción de gracias por la indecible alegría de no haber llevado a cabo ‘ese acto horrible’, pensamientos y promesa de gratitud eterna”.
Pero, a la vez, iba madurando su inclinación hacia la contemplación. Le gustaba la música y expresaba sus sentimientos tocando el piano. Relata en sus escritos qué feliz se sentía a la orilla del mar, junto a la bahía de Long Island, al contemplar el mar, las conchas, la naturaleza y toda la creación de Dios, mostrando su atractivo por un estilo de vida rural. Muy joven conoció a un hombre excelente, William Magee Seton, y se enamoraron. Después de un tiempo de noviazgo, se casaron el 25 de enero de 1794 y lo celebraron en casa de su hermana, Mary Magadelene, convertida en la Señora Wright Post, en Manhatan.
Una familia feliz
William era un importante negociante en importaciones y exportaciones. Había llevado a cabo su aprendizaje en la firma Filicchi en Liorna, Italia. Elizabeth, encantada de convertirse en la Señora William Magee Seton, se extasiaba ante su nueva casa: “A los veinte años, tener mi propia casa en este mundo, es el paraíso, es increíble”. El matrimonio de los Seton fue muy feliz y pronto conocieron la dicha de tener cinco hijos: Ana María (1795), William (1796), Richard (1798), Catalina Charlton (1800), Rebeca María (1802). Como ya se ha dicho al comienzo, la familia vivía en el sur de la isla de Manhattan, una zona elegante, y formaban parte de los notables de la sociedad, participando en la política y en los acontecimientos principales de la época. Eran feligreses de la famosa iglesia episcopaliana de la Santísima Trinidad, muy cerca tambien de donde siglos después estuvieron las torres gemelas y justo al lado de donde hoy sigue estando la bolsa de Wall Street.
Elizabeth y su amiga íntima, Rebeca María Seton, su cuñada, se sentían atraídas por prácticas piadosas e intercambiaban frecuentemente entre ellas. Su piedad las llevaba a participar en todas las actividades de la parroquia, más especialmente en el servicio social a domicilio: la atención a los enfermos de la familia, de amigos o de vecinos necesitados. Elizabeth fue una de las fundadoras de la caridad organizada, conocida bajo el nombre de Sociedad para la Asistencia de Viudas Pobres con hijos pequeños (1797). Estaba muy lejos de imaginar entonces que, unos años más tarde, iba a estar ella misma al borde de la miseria.
Caer en desgracia
En 1798, a causa de la muerte de su suegro, Elizabeth tuvo que encargarse de la enseñanza de sus jóvenes cuñadas Carlota, Harriet y Cecilia, lo que le sirvió para descubrir sus dotes para esta tarea y después de la primera semana, escribió: “Ha sido un placer”. Seis semanas después, Elizabeth tuvo que sufrir un parto excepcionalmente largo y difícil, dando a luz a su tercer hijo, un niño. Como consecuencia del difícil parto, Elizabeth perdió la vista temporalmente. En ese intervalo, la empresa comercial de su marido empezó a tener dificultades financieras. Elizabeth trató de ayudar a su marido, llevando por la noche el libro de cuentas de la sociedad. Pero muy pronto, la familia pasa de la prosperidad a la pobreza: la Compañía Seton-Maitland hizo quiebra y los Seton perdieron su casa. Su socio, su cuñado, acabó en la cárcel como deudor. Los problemas de los Seton se fueron incrementando: su marido, William Magee comenzó a presentar signos evidentes de tuberculosis.
En 1803, en un esfuerzo desesperado para recuperar la salud de William, Elizabeth se embarcó con su marido y su hija mayor, Ana María, hacia Liorna, Italia, donde el clima es suave. A su llegada al puerto, las autoridades italianas, por temor a la temible fiebre amarilla, que hacía estragos en Nueva York, pusieron a los Seton en cuarentena en condiciones penosas. A pesar de todos los esfuerzos de sus amigos de la familia Filicchi para modificar este aislamiento severo, William Magee murió en Pisa, justo dos semanas después de su liberación del lazareto donde le habían confinado. Elizabeth si encontró de repente viuda a los veintinueve años, con cinco hijos pequeños. Escribió entonces sus memorias ”The Italian Journal’, donde relató a su cuñada Rebeca la enfermedad y la muerte de su marido y en ellas escribe: “Martes por la mañana, 27 de diciembre “1803), su alma fue liberada, como lo fue la mía de la lucha ante la cercanía de la muerte”.
Camino espiritual
Desde ese momento a vida de Elizabeth y de su hija, a quien ahora llama Anita, cambiará para siempre. La familia Filicchi recibe en su casa a la joven viuda y a su hija, saliendo al paso de sus necesidades con una hospitalidad delicada, hasta que, en la primavera, obienen la autorización para volver a los Estados Unidos. Esos meses fueron fundamentales en el camino espiritual de nuestra protagonista: Los Filicchi le presentan a la Iglesia Católica Romana a través de la herencia religiosa y cultural de Italia, y ella comienza a plantearse interrogantes respecto a las prácticas católicas, primero por ignorancia, después por curiosidad. Entre los aspectos más significativos del catolicismo romano que impresionaron a Elizabeth y la llevaron a su conversión, estuvieron la fe en la presencia real en la Eucaristía, la devoción a María y las prácticas litúrgicas como la asistencia frecuente a la Misa, recibir la sagrada comunión, las procesiones eucarísticas y otras devociones.
A su regreso a Nueva York en la primavera siguiente, la viudad tuvo que luchar mucho debido a su atracción hacia el catolicismo romano. Justo dos semanas después de su regreso, su cuñada Rebeca muere de tuberculosis y, soportando este dolor, Elizabeth tuvo que hacer frente, sola, a la precaria situación financiera para sacar adelante a sus cinco hijos de edades comprendidas entre uno y ocho años. Le costaba depender de su familia y de sus amigos y por ello hace todo lo posible para satisfacer por sí misma sus necesidades.
Las circunstancias la forzaron a cambiar con frecuencia de casa con sus hijos, hacia viviendas más baratas. Lo que agravó sus problemas fue el verse atormentada por la pregunta que se hacía y que no había resuelto: “¿Estoy en la auténtica Iglesia procedente de la sucesión de los apóstoles?” Durante aquellos meses de discernimiento, mientras se debatía con esta incertidumbre desgarradora, la viuda Seton tuvo igualmente que sufrir por la oposición de su propia familia y de sus amigos, así como de la actitud desagradable de su director espiritual episcopaliano, el Rvdo. Henry Hobart, lo que la llevó a un total aislamiento social de las relaciones que has entonces había tenido.
Pero esto no la detuvo y tomó una decisión al comienzo de la cuaresma de 1805, como ella misma escribió: “Mi alma ha ofrecido en sacrificio todas sus vacilaciones y reticencias, el 14 de marzo, durante la Santa Misa”. Tenía 31 años. Escribió a los Filicchi contándoles que había hecho su profesión de fe católica:
“Un día, entre los días extraordinarios para mí… en la iglesia de San Pedro… He dicho: ‘Heme aquí, vengo ante Ti, Dios mío, mi corazón es todo tuyo’. Fue un día de paz, de gozo con mis hijos y un acuerdo de mi corazón con Dios.”
Dos semanas más tarde, el 25 de marzo, su primera comunión. Durante el verano siguiente, cuidó a su madrastra moribunda y esto fue la ocasión para su reconciliación. Al año siguiente, John Carroll, primer obispo de los Estados Unidos, se encontraba en Nueva York y confirmó a Elizabeth el 25 de mayo, domingo de Pentecostés. En esta ocasión, ella añadió a sus nombres el de Mary, ya que presentaban –decía ella– las tres ideas más preciosas en el mundo que le recordaban los momentos del Misterio de la Salvación.
Decepciones y fracasos
A partir de ese momento comienza para ella un tiempo de luchas dolorosas, de decepciones y de fracasos. Hubiera querido abrir una escuela, pero los padres no querían confiarle sus hijos. Incluso su antiguo pastor la criticaba públicamente y disuadía a sus fieles de que apoyaran sus esfuerzos. Esto fue una frustración para Elizabeth, quien escribía a los Filicchi. “No saben qué hacer de mí, pero Dios lo sabe y nosotros lo sabremos cuando llegue su momento de gracia”. Elizabeth obtuvo un puesto como docente por un corto tiempo en la escuela dirigida por los señores Patrick White, trabajo que acabó bruscamente cuando los White se encontraron con dificultades financieras. Después fue directora de un internado de muchachos que iban a la escuela del Rev. William Harris, de la iglesia episcopaliana de San Marcos. De nuevo, por ser católica, encontró problemas con varias familias que retiraron a sus hijos.
Ocurrió por aquel entonces que sacerdotes sulpicianos franceses llegados a los Estados Unidos para huir de la Revolución francesa, deseaban establecer un programa de educación para las jóvenes en Baltimore, Maryland. El Rvdo. P. Luis William V. Dubourg encontró providencialmente a Elizabeth en una visita que hizo a Nueva York para recoger fondos en favor del colegio Saint Mary’s. Después de haber oído su historia, con el apoyo de Jonh Carroll –que coincidió que conocía a Elizabeth porque años atrás se la habían presentado los Filicchi, grandes amigos del prelado– invitó a ésta a que fuera al estado de Maryland donde, le aseguró, los Sulpicianos le ayudarían a abrir una escuela.
Llegada a Baltimore a mediados de junio de 1808, Elizabeth pasó su primer año en Maryland como maestra en un pequeño internado escolar para niñas, situado cerca del Colegio y del Seminario Santa María, dirigidos por los Sulpicianos en las afueras de la ciudad, a la vez que maduraba un proyecto de posible fundación religiosa: “Los Padres del Seminario prevén que no faltarán señoras deseosas de reunirse para formar una institución permanente. Pero, ¿qué puedo hacer yo, criatura tan pobre en recursos? Debo confiarlo todo a la Providencia divina.”
Los Sulpicianos reclutaron activamente a seis candidatas entre sus dirigidas en Nueva York, Filadelfia y Baltimore y se las confiaron a Elizabeth para la formación. Cecilia O’Conway (1788-1865) fue la primera candidata que se presentó para la nueva comunidad, a cuyas Hermanas se llamó momentáneamente Hermanas de San José (y más tarde, Hermanas de la Caridad de San José). El 31 de diciembre de 1809, trece candidatas se habían unido a la Comunidad naciente.
Elizabeth escribió a Filippo Filicchi para informarle de la oferta que le había hecho un nuevo convertido, rico, ahora seminarista, Samuel Sutherland Cooper (17691843), de financiar el establecimiento de las Hermanas de la Caridad. Su plan comprendía:
“el establecimiento de una institución para la formación de niñas católicas en la práctica de la religión, dándoles con ese fin una educación conveniente…, con la idea de extender el proyecto a la acogida de personas ancianas y de personas sin instrucción que pudieran dedicarse a hilar, hacer punto, etc., para fundar una empresa a pequeña escala que pudiera ser beneficiosa para los pobres”.
A pesar de la gran extrañeza del obispo Carroll de Baltimore y de los Sulpicianos, Cooper estipuló proféticamente que la fundación se haría cerca de Emmitsburgo en el estado de Maryland, un pueblo situado a dieciocho leguas de Baltimore, y que de allí se extendería por los Estados Unidos, cosa que realmente ocurrió, pues en junio de 1809 la que ahora llamaban Madre Seton dejó Baltimore para ir a un valle de los Montes Catoctin. El valle de San José, cerca de Emmitsburgo, se convirtió en el lugar de la fundación de las Hermanas de la Caridad de San José, el 31 de julio de 1809. La Divina Providencia guió en sus comienzos a la pequeña comunidad a través de un laberinto de pruebas y dificultades que llegaron a parecer imposibles de resolver, como suele ocurrir en la vida de los fundadores y fundadoras.
Al frente de las Hermanas de la Caridad
En el momento de su fundación, las Hermanas de la Caridad adoptaron un Reglamento (una primera regla) que organizó su manera de vivir, y esto desde el 31 de julio de 1809 hasta enero de 1812. Las Hermanas eligieron a Elizabeth como primera Madre de las Hermanas de Caridad de San José cargo que ocupó hasta su muerte en 1821, a la edad de 46 años. Los Sulpicianos, que habían ideado y fundado la comunidad, siguieron participando en el gobierno hasta 1849.
19 años después de su muerte, el 28 de febrero de 1940: el Papa Pío XII firmó el decreto de introducción de la causa, primer documento de la Santa Sede, redactado en inglés. Dieciséis años más tarde, el Papa Juan XXIII la declaró Venerable en 1963. El mismo Papa Juan XXIII presidió la ceremonia de su beatificación y el 14 de septiembre de 1975, el Pablo VI la canonizó. En dicha ocasión dijo el anciano Pontífice: “Alégrate, decimos a la gran nación de los Estados Unidos, alégrate por esta hija tuya gloriosa y enorgullécete de ella. Aprende a preservar su fructífera herencia”.