Trinidad Ried
Presidenta de la Fundación Vínculo

El deber de ser feliz: ¡Qué infelicidad!


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Debo confesar que la carga desde mi más tierna infancia me tocó pesada. Como a muchos, como a casi todos en realidad. Sin embargo, sin saber cómo saqué fuerzas de mi flaqueza y las pude sobrellevar a ratos con éxito y muchas otras a medio andar. Muchas de mis lágrimas y machucones del alma (muy escondidos de los demás) eran las evidencias explícitas de mi agobio y anhelo más profundo de unos brazos en los que pudiera reposar. No estuvieron, no los vi o se fueron demasiado pronto; jamás lo voy a aclarar; el tema es que la felicidad se me colaba entre medio de los dedos cada vez que la lograba tocar. Seguí casi todos los espejismos que la vida me ofreció con la genuina ilusión de hallar oasis que saciaran mi sed de amor y protección y de paso, quería compartir esa vertiente de felicidad con los demás. Sin embargo, los espejismos se diluían casi tan rápido como mis fuerzas y la mochila de mi alma se volvía a cargar con el peso de siempre, multiplicado por la frustración de fallar al deber de ser feliz como tiranía existencial.



La ciencia de la felicidad

Rondaba los treinta y algo cuando apareció en gloria y majestad la ciencia de la felicidad. Estudios, investigaciones, libros, autores, daban cuenta de panaceas maravillosas que yo quería asimilar. Me fui como abeja a la miel y me “tragué” todos los mensajes y contenidos que pude, para aprender a ser feliz y dejar mi pesada carga atrás. “Todo está en la actitud, decide y verás, limpia tu mente, tú puedes” eran mis mantras para desayunar, almorzar y cenar. Si era aplicada y rigurosa, tarde o temprano llegaría a esa cima que prometían algunos gurús a nivel internacional. “Me compré” el cuento muchos años, pero me sentía la “burra” de la clase, ya que a pesar de todos mis esfuerzos por aprender no lo lograba encarnar. Las lágrimas se me aparecían cuando querían, la angustia y la soledad bailaban conmigo y muchas veces el miedo se iba conmigo a acostar. ¿Qué estaba haciendo mal? La felicidad se me seguía escapando de mi horizonte y alcanzarla ya me tenía extenuada. Muchas veces me sentí una principiante tratando de subir el Monte Everest, sin oxígeno ni zapatos para escalar. Había ciertamente momentos lindos, de gozo y consolación total, pero ese estado permanente de “Caribe y caipiriñas espirituales” yo no lo podía conquistar. Más me sentía peregrinando por un espiral de vivencias similares, donde en cada vuelta aprendía un poco más, pero no podía obviar el sufrimiento ni el peso vital.

mochila

Ya pasados los cincuenta y poco, al fin puedo descargar un poco mi mochila al asimilar qué es verdaderamente la felicidad. No es un deber más. No es mi culpa ni una responsabilidad personal. No es el Caribe ni el Everest; es el caminar sencillo de cada día con todas las pequeñas sorpresas con las que nos vamos vinculando en el andar: Encuentros, rostros, cantos, aromas, sabores, abrazos, creaciones, amores, donaciones, bellezas, frases, silencios, conversaciones, emociones y relaciones que se van urdiendo con otros y con el entorno en forma sutil y mágica para regalarnos la conciencia de estar vivos y ser vida para los demás. Y todo lo que no calce con esos tonos, son las sombras justas y necesarias para que todo lo bello, bueno y verdadero contraste más.