Raúl Molina
Profesor, padre de familia y miembro de CEMI

Educación y Verdad


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En su curso número cuarenta y dos, la Cátedra de Teología Contemporánea José Antonio Romeo, que celebra sus conferencias mensuales en el Colegio Mayor Chaminade de Madrid, está dedicando el ciclo actual al tema de ‘La Verdad’. Todo un acierto, sin duda, el querer acercarnos a esta cuestión, por un lado, tan manida, tan denostada, tan difícil de definir en la actualidad y, a la vez, tan esencial para configurar cosmovisiones y elementos normativos que sean capaz de sustentar una vida plena, una vida feliz.



Son muchos los ángulos desde los que el ciclo acerca su mirada a la Verdad: la teología, la filosofía, la ética, la política, los medios de comunicación, la ciencia, la eclesiología, la justicia o la bondad. Pero entendiendo la relación fundamental que la Verdad guarda con la vertebración de la conciencia de la persona y con la construcción de su yo y de la vocación que le sitúa ante el mundo, he echado de menos una reflexión sobre Educación y Verdad.

En la ponencia del pasado martes 24 de enero, José Antonio Pérez Tapias, en su reflexión sobre Política y Verdad, hizo alusiones constantes a la necesidad de construir una ciudadanía sustentada en la justicia como verdad última y a la educación como generadora, imprescindible, de esta construcción.

Crecer en sabiduría

Así pues, los que ocupamos todos los días el altar sagrado del aula, estamos llamados ofrecer la Verdad, a ser testigos francos de todo aquello que habilite a nuestro alumnado para crecer en sabiduría, en estatura y en gracia (Lc 2,52), para ser mejores personas, para ser mejores ciudadanos, en definitiva, para ser más felices.

En este sentido, la escuela es un lugar privilegiado para acercar a nuestros alumnos a la gran verdad del conocimiento, al saber que, más allá de sus aplicaciones prácticas, nos acerca a los sentidos últimos del hombre y del universo y nos abre a los interrogantes que fundamentan lo que somos. Pero aún más, en la escuela entra en juego, inevitablemente, el conocimiento de uno mismo y el valor del otro, la construcción de una convivencia sana, el sentido de justicia, el reconocimiento de los límites y el descubrimiento de los potenciales de cada cual. La escuela está llena de oportunidades para hacer ver, a los alumnos y a las alumnas, que su existencia está fundamentada, no en verdades arbitrarias, si no en una Verdad que nos vertebra, nos fortalece y nos proyecta.

Sin embargo, y sorprendentemente, la escuela, que debería ser un ágora privilegiada de deliberación, peca de falta de colegialidad, peca de frivolidad, peca de falta de interés por la búsqueda de fundamentos educativos y de modelos de persona o de modelos sociales sobre los que afianzar sus proyectos, incluso, lo que es mucho más desconcertante, peca de ausencia de debate pedagógico y de debate académico. No se lo echemos en cara a los docentes, por favor, la gran mayoría de ellos demuestran una calidad humana y profesional irreprochable. El problema es que, al final, la escuela es también fruto de sus tiempos, y estos tiempos, que nos está tocando vivir, se muestran, una y otra vez, alérgicos a la Verdad.

Conviene sacudirse el polvo.