Una de las místicas visionarias más famosas de la historia, canonizada en 1461 y declarada Doctora de la Iglesia, Patrona de Italia y Copatrona de Europa, Catalina nació en 1347 en la ciudad de Siena, en la Toscana italiana, en el seno de una familia humilde pero numerosa: fue la penúltima de veinticinco hijos. Desde muy joven mostró una intensa vida espiritual, a los seis años tuvo una visión de Cristo entronizado junto a san Pedro, san Pablo y san Juan, y aquel momento marcó su vida para siempre. Siendo aún adolescente, tomó la decisión de consagrarse a Dios, pese a la oposición inicial de sus padres, quienes deseaban un matrimonio más terrenal para ella. Catalina, sin embargo, fue tenaz e ingresó en la Tercera Orden de Santo Domingo como laica, lo que le permitió vivir en el mundo sin abandonar su vida de oración, ayuno riguroso y obras de caridad.
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Con el tiempo, Catalina se fue convirtiendo en una figura de gran profundidad espiritual, llegando a ser una auténtica mística. Vivía largos períodos de retiro y oración, pero también se involucraba profundamente en los problemas del mundo. A pesar de ser una mujer sin educación formal —aprendió a leer ya de adulta—, comenzó a dictar cartas a escribanos, dirigidas no sólo a simples ciudadanos o clérigos, sino también a príncipes, mercaderes, cardenales y hasta al propio Papa. Su voz era suave pero firme, y su autoridad moral se extendía más allá de cualquier frontera geográfica o social.
En el contexto histórico turbulento en que vivió Catalina, sin haber salido todavía de Italia, Catalina contribuyó en modo decisivo a hacer realidad el sueño que ya Brígida no había podido ver realizado durante su vida. Para ello, inspirada por el Señor, escribió con pasión al Papa Gregorio XI en Aviñón. En un año, no menos de diez misivas fueron dirigidas por ella al pontífice. En ellas se tocan todos los temas relativos a la reforma de la Iglesia, empezando por sus pastores, insistiendo en el regreso del Papa a su sede propia, que es Roma. Le suplicaba, le exhortaba, le corregía incluso, con una libertad sorprendente para una mujer de su tiempo. Le decía que debía comportarse como un verdadero pastor, no como un príncipe temeroso. Lo llamaba con ternura “el dulce Cristo en la tierra”, pero no dudaba en reprenderlo por estar actuando según la voluntad divina.
En 1375, la república de Florencia, que estaba en conflicto con la Santa Sede por haberse adherido a una política antipapal y por esta razón había sido puesta bajo interdicto, se encontraba en graves apuros económicos. Catalina de Siena recibió el encargo de mediar por la paz y el perdón y envió a su confesor y a otros dos frailes para que la precedieran con una carta suya. Sin embargo, esta misiva no le bastó y Catalina partió de Florencia hacia Francia.
Regreso del Papa a Roma
El 18 de junio de 1376, Catalina llegó a Aviñón, donde fue recibida por el Papa. Aprovechó la ocasión para exhortar tenazmente a Gregorio XI a cumplir la voluntad de Dios volviendo a Roma, y en esto tuvo más éxito que en su misión diplomática. En una escena de intensidad casi profética, lo instó cara a cara a cumplir con su deber y regresar a la sede de Pedro. Su fervor, su santidad, y su capacidad para inspirar respeto incluso entre los poderosos, finalmente dieron fruto: el 13 de septiembre, Gregorio XI cruzó el puente sobre el Ródano y abandonó Aviñón con destino a Roma.
Una vez en Marsella, el pontífice continuó su viaje en barco, haciendo escala en Génova. Allí, la noticia de los disturbios que habían estallado en Roma y de la derrota de las tropas papales a manos de los florentinos le sumió en una fuerte crisis. La mayoría de los cardenales insisten en dar marcha atrás. En este clima de incertidumbre, se dice que fue Catalina quien tranquilizó al Papa diciéndole que la voluntad divina le llamaba a Roma y que Cristo le protegería, haciéndole reanudar su viaje. Gregorio volvió por fin a su sede romana pero en ella no sobrevivió mucho tiempo, muriendo el 27 de marzo de 1378.
Sin embargo, el fin del ‘cautiverio’ no iba a traer paz inmediata. La Iglesia estaba demasiado revuelta y, si bien la vuelta del obispo de Roma a su sede era un paso hacia la curación, la herida de la esposa de Cristo todavía no era fácil de sanar. A la muerte de Gregorio XI, se desató el Gran Cisma de Occidente: dos papas rivales (y luego tres, de los que uno español, como sabemos) reclamaban la legitimidad. Catalina, ya agotada por años de ayuno extremo y trabajo incansable, se volcó entonces a orar y escribir a los cardenales de las diferentes facciones en defensa del Papa Urbano VI, a quien reconocía como el legítimo sucesor de Pedro. Su salud se deterioró rápidamente.
El 29 de abril de 1380, a los 33 años, falleció en Roma. Según la tradición, durante los últimos días de su vida hubo continuas visitas de sus hijos espirituales y a cada uno de ellos, tras las recomendaciones comunes, les comunicó con gran sabiduría lo que debían hacer a continuación en la vida. Catalina fue enterrada en Roma, en el cementerio de Santa Maria sopra Minerva: el cuerpo aún se conserva en esa basílica. Pero en 1381, su cráneo fue llevado a Siena, a la basílica de San Domenico, donde aún se venera.