Dos mujeres llenas de espíritu, diferentes entre ellas, pero muy parecidas en valentía y convencidas –así se lo había manifestado a las dos el mismo Cristo en la oración– que el bien de la Iglesia pasaba por la denuncia profética de un papado subyugado por los poderes temporales, fueron capaces de cambiar el rumbo de la historia de la Iglesia en una época de las peores que ésta ha tenido. Esa Iglesia que no se lo reconoció en vida, pero que siglos después las hizo Patronas de Europa, junto con otra grande, Edith Stein.
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Hay que recordar que en 1309 el Papa Clemente V, por la penosa situación social en la que se encontraba la Urbe, había abandonado su sede y se había instalado en la ciudad de Aviñón, en el sur de Francia, por lo tanto bajo influencia de la monarquía francesa. Este exilio papal –el Cautiverio de Aviñón– que prácticamente duró siete pontificados (de 1309 a 1377), fue visto por todos como una clara señal de decadencia espiritual y de sometimiento del Papado a los intereses seculares franceses, si bien el traslado se hizo huyendo de otros intereses seculares, los de la nobleza romana.
Dante Alighieri, en su ‘Divina Comedia’, carga contra la corrupción eclesiástica, y acusa a la Iglesia de haberse casado con el poder temporal y de haberse alejado de su misión espiritual. En modo explícito señala a Francia como culpable principal: llama a Francia una nueva Babilonia, y se refiere al Papa como el “pastor sin vergüenza que ha hecho de la corte papal un burdel”, condenando el traslado a Aviñón como una prostitución del alma espiritual de la Iglesia. Uno de los pasajes más duros está en el Paraíso, Canto XXVII, donde San Pedro, con furia, habla de la degeneración del papado: “La sede que fue casta en tiempos santos,/ hecha está de sangre y lodo inmunda,/ del vicio y la avaricia espantapájaros.” En el Purgatorio, Canto XXXIII, Dante se refiere a Roma abandonada por los Papas: “Ay, Roma, renovada en tu dolor,/ que, como viuda sin señor, quedaste,/ viendo la barca sin piloto al timón”.
La Urbe, entre tanto, había caído en el mayor abandono, sujeta a conflictos entre las familias poderosas y al deterioro moral del clero, lo que hacía siempre más remota la posibilidad del retorno papal. En medio de esta penosa situación, dos mujeres cuyas vidas y experiencias fueron totalmente diferentes, Brígida de Suecia y Catalina de Siena, coincidieron en percibir con claridad que el regreso del Papa a Roma no era sólo un gesto simbólico, sino una necesidad urgente para restaurar la integridad espiritual de la Iglesia.
Brígida Birgersdotter
Brígida Birgersdotter nació en junio de 1303 en el castillo de Finsta, cerca de Upsala, en Suecia. Su padre, Birgen Persson, era ‘lagman’, es decir, juez y gobernador de la región de Upplan. Su madre, Ingeborga, también era de ascendencia noble. De hecho, Brígida pertenecía al noble linaje de los Folkung y descendía del rey cristiano Sverker I. Tenía otros seis hermanos y hermanas, recibió el nombre de Brígida, en honor de la santa abadesa irlandesa del mismo nombre, de la que sus padres eran devotos. Tras la muerte de su madre, a los doce años fue enviada a casa de su tía Catherine Bengtsdotter para completar su educación. En casa de su tía, Brígida pasó dos años, donde aprendió los modales de las familias nobles, la escritura y el arte del bordado.
A los catorce años, según las costumbres de la época, su padre la envió a casarse con el joven Ulf Gudmarsson, hijo del gobernador de Västergötland. En realidad, a Brígida le hubiera gustado consagrarse a Dios, pero vio en la disposición de su padre la voluntad de Dios y aceptó tranquilamente. La boda se celebró en septiembre de 1316, su nuevo hogar fue el castillo de Ulfasa, cerca de las orillas del lago Boren. El joven novio, a pesar de que su nombre significaba ‘lobo’, demostró ser en cambio un hombre manso, deseoso de llevar una vida acorde con las enseñanzas del Evangelio. Según escribió y contó su hija Catherine en su proceso de canonización, la pareja vivió como hermanos durante dos años y se hicieron terciarios franciscanos; sólo tres años después de la boda nació su primera hija. En veinte años, Brígida dio a luz a ocho hijos, cuatro varones y cuatro hijas.
Cuando la pareja celebró sus bodas de plata en 1341, peregrinaron a Santiago de Compostela. A la vuelta, en el camino Ulf se salvó milagrosamente de una muerte segura. Reconociendo el hecho como un prodigio, él y Brígida, que habían reanudado la vida en castidad, tomaron la decisión de abrazar la consagración religiosa: era una eventualidad aceptada en aquellos tiempos, experimentada por varios santos, pero que solamente llegó a realizar Ulf, el cual, a su regreso, fue recibido en el monasterio cisterciense de Alvastra. Allí murió el 12 de febrero de 1344, asistido por su esposa. Brígida, a su vez, decidió trasladarse a un edificio anexo al monasterio, donde permaneció hasta 1346.
Tras un periodo de austeridad y meditación, Brígida comenzó a tener visiones de Cristo, que le impulsaba a trabajar por el bien de su país, de Europa y de la Iglesia. A sus directores espirituales, como el padre Matías, Brígida dictó sus famosas ‘Revelaciones’, fruto de las intuiciones recibidas, que más tarde se recogieron en ocho volúmenes.
Las advertencias del Señor
Brígida no sólo regresó a Estocolmo para llevar personalmente a los reyes lo que, según ella, eran “las advertencias del Señor” por el bien de Europa, sino que envió cartas y mensajes a los soberanos de Francia e Inglaterra para poner fin a la interminable Guerra de los Cien Años (1339-1453). También instó al Papa Clemente VI a corregir algunas faltas graves, a proclamar el Jubileo de 1350 y a devolver la sede Papal de Aviñón a Roma. Brígida habló entonces con una fuerza interior increíble: condenó públicamente la corrupción de Clemente VI, y lo describió como ya putrefacto, aunque todavía estuviese vivo. En una de sus revelaciones, le dice Jesús: “la soberbia sustituye a la humildad, la obstinación a la obediencia, el afán de riqueza a la justicia, la ira y la malicia a la misericordia, mientras que los que la ocupan [el Papa] no aspiran a otra cosa que a ser llamados sabios y maestros según los criterios humanos”.
En el otoño de 1349, Brígida viajó a Roma, no sólo para el Año Santo de 1350, sino también para instar al Papa, cuando hubiera regresado a Roma, a que diera su aprobación a la Orden que quería fundar. Pero sería sólo 20 años después, en 1370, cuando el Papa Urbano V aprobaría la Orden del Santo Salvador, como se la llamó. Llegó Brígida junto con su confesor, el secretario y un sacerdote, permaneció por un breve periodo en el hospicio de peregrinos de Castel Sant’Angelo y después fue alojada en el palacio del cardenal Hugh Roger de Beaufort, hermano del Papa. Su primera impresión de Roma no fue buena, ni mejoró después: en sus escritos la describió como una ciudad poblada de sapos y víboras, con las calles llenas de barro y maleza. El clero era codicioso, inmoral y descuidado. Sintió mucho la larga ausencia del Papa, por lo que le escribió describiendo la decadencia de la ciudad en sus cartas, instándole a regresar a su sede, sin conseguirlo.
Al cabo de cuatro años, se trasladó a una casa que le facilitó una noble romana, Francesca Papazzurri, en la Piazza Farnese, cerca de Campo de’ Fiori: Roma se convirtió así en el segundo hogar de Brígida. Desde la residencia de Campo de’ Fiori, donde vivió hasta su muerte, envió cartas al Papa, a la familia real sueca, a las reinas de Nápoles y Chipre y, por supuesto, a sus hijos e hijas que habían permanecido en Vadstena.
La bruja del norte
Peregrinó a varios santuarios del centro y sur de Italia, visitando Asís, Ortona, Benevento, Salerno, Amalfi, el Gargano, Bari. En 1365, Brígida fue a Nápoles, donde fue autora e inspiradora de una misión de rehabilitación moral, bien recibida por el obispo y por la reina Juana que, siguiendo sus consejos, llevó a cabo una conversión radical en sus costumbres y en las de la corte. Brígida se hizo cargo también de la famosa abadía imperial de Farfa, en Sabina, cerca de Roma, donde el abad con los monjes “amaba más las armas que el claustro”, pero su mensaje de reforma no fue escuchado por ellos.
Estando aún en Farfa, se le unió su hija Catherine, que había enviudado en 1350: desde entonces permaneció siempre a su lado, compartiendo plenamente su ideal. De vuelta a Roma, Brígida continuó haciendo llamamientos a los altos cargos y al propio pueblo romano para que llevaran una vida más cristiana. Por ello recibió duras acusaciones, hasta el punto de ser llamada “la bruja del norte” y quedar reducida a la extrema pobreza. Ella, que había sido princesa de Nericia, se vio obligada a mendigar a las puertas de las iglesias para mantenerse a sí misma y a los que la acompañaban.
En 1367, sus plegarias parecieron hacerse realidad: el Papa Urbano V regresó de Aviñón. Pero al llegar a Roma, el pontífice encontró una ciudad muy distinta a la que había imaginado. Las calles estaban en ruinas, las iglesias descuidadas y el ambiente político era caótico. Roma no era la gloriosa capital de la cristiandad que había soñado; era una ciudad fragmentada por las luchas internas y las rivalidades entre facciones locales. A pesar de todo, Urbano se instaló en Roma y comenzó a trabajar para restaurar el orden y revitalizar la vida religiosa. Sin embargo, los problemas no tardaron en acumularse. La inseguridad reinaba en las calles, y los disturbios populares no cesaban. En Viterbo, un levantamiento violento sacudió al Papa y a su séquito, dejándolo profundamente afectado. Además, Urbano comenzó a percibir que su presencia no era suficiente para calmar las tensiones ni para devolverle a Roma su estabilidad perdida.
Los nobles romanos seguían enfrentados entre sí, y muchos de ellos veían al Papa más como un intruso que como un líder legítimo. Con el paso del tiempo, Urbano empezó a añorar la tranquilidad de Aviñón. Además, su salud comenzó a deteriorarse; el estrés y las difíciles condiciones en Roma minaron su fortaleza física. Aunque inicialmente se resistió a abandonar su sueño de devolver el Papado a Roma, las circunstancias lo vencieron. En septiembre de 1370, después de tres años llenos de desafíos insuperables, Urbano tomó la difícil decisión de regresar a Aviñón. Fue un momento amargo para él: abandonar Roma significaba admitir que sus esfuerzos habían fracasado. Sin embargo, sabía que desde Aviñón podría gobernar con mayor eficacia y garantizar la estabilidad de la Iglesia.
La predicción hecha realidad
Brígida le había pronosticado una muerte prematura si lo hacía y, de hecho, nada más llegar a Aviñón, el 24 de septiembre de 1370, murió el Papa. “La predicción de Brígida”, escribe el historiador Lodovico Gatto, “se había hecho así realidad y parece que Urbano V, en su lecho de muerte, impresionado por la sorprendente coincidencia, juró, pero en vano, volver a tierra italiana en caso de recuperarse”. En una de las revelaciones, la Virgen María habría dicho a Brígida sobre el Papa Urbano: “Me da la espalda, no me mira y finge alejarse de mí, guiado como está por los engaños del espíritu del mal. En verdad, las obras divinas le repugnan y disfruta del bienestar material. Además, el Diablo le atrae hacia los placeres mundanos… [pero] dará cuenta a Dios: de lo que ha hecho en el trono Papal y de lo que ha omitido”.
Durante su breve estancia en Roma, Urbano V concedió la ansiada aprobación de la Orden del Santo Salvador y Brígida de Suecia se convirtió en su primera Superiora General. Brígida continuó su presión epistolar, a veces encendida, ahora con el nuevo pontífice Gregorio XI, que ya la conocía, para que devolviera el Papado a Roma, pero ni siquiera él, aunque impresionado por sus palabras, tuvo el valor de hacerlo.
Brígida, ya septuagenaria, se acercaba al final. Hacia finales de 1371, el partió de Roma hacia Nápoles, donde con sus acompañantes pasó el invierno. Cerca de la partida, en marzo de 1372, Brígida vio morir de peste a su hijo Karl, pero no quiso cancelar el viaje. Tras rezar por él y disponer su entierro, se embarcó hacia Chipre, donde fue acogida por la reina Leonor de Aragón, que aprovechó su paso para llevar a cabo una beneficiosa reforma en su reino. En mayo de 1372 llegó a Jerusalén, donde en cuatro meses pudo visitar y meditar en los lugares de la vida terrena de Jesús, y regresó a Roma con el corazón lleno de recuerdos y emociones. Todavía envió a Aviñón un emisario con otro mensaje para el Papa, instándole a regresar a la sede romana.
En Jerusalén, Brígida había contraído una enfermedad que la debilitó grandemente y que en fases alternas fue empeorando. Junto a ella estaba su hija Catherine, a quien había confiado la Orden del Santísimo Salvador. Antes de morir, recibió el velo de monja de la Orden que había fundado y, el 23 de julio de 1373, llegó a su fin su vida terrena. Lo único que lamentó esta gran mujer fue no haber visto al Papa regresar definitivamente a Roma, esto sucedió poco más de tres años después, el 17 de enero de 1377, por medio de Catalina de Siena (1347-1380).
(…)