Escribir algo sobre el nuevo papa tiene el riesgo de repetir mucho de lo dicho. Mi humilde aportación viene de dos cosas sencillas a partir de lo poco que conozco de este papa.
- “Chiclayo, es la ciudad de la amistad y la hospitalidad”. Por afinidades con estas claves me decidí a escribir sobre el nuevo papa. A partir de esa frase que me dijo un compañero peruano, con admiración y certeza: No parece una frase hecha sino una verdad vivida. Porque en Chiclayo, esa ciudad norteña de Perú donde ahora con alegría su memoria se envuelve con su corazón. Porque el pueblo no olvida al que se entrega, al que camina sus calles, al que escucha con paciencia y sirve con amor. Amistad no solo por tradición, sino por convicción. Lleva con orgullo el título de ciudad de la amistad, y lo honra.
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Siguen viniendo del fin del mundo (gracias a Dios ). Desde esa tierra que me dicen de abrazo fácil y fe resistente partió un pastor que miraba no tanto desde el balcón de arriba, sino desde dentro, gozoso con su gente. Un misionero a pie, a caballo, entre asfaltos rotos, certezas mirando a los ojos y también de incertidumbres. En Fue obispo metido en medio de la gente, no como figura decorativa, sino como compañero de camino. Su ministerio se hizo en el barro, en la plaza, en la cocina compartida, con enfermos sin horario. Por eso, Chiclayo no lo olvidó. Y por eso el mundo lo escucha ahora con atención: ese obispo de los caminos que le han llevado a Roma, es hoy León XIV, Papa de la Iglesia universal.
Le llevaron a Roma para disponerse con totalidad desde un carisma religioso –como el anterior– al servicio de la Iglesia Universal. “Con vosotros cristiano; y para vosotros pastor”, una frase agustiniana que se la oí más de una vez a su compañero de Dicasterio, Monseñor Omella.
- La otra clave de esta breves letras es su mensaje inicial, escuchado casi con devoción; por el fondo y la forma.
Su primer mensaje no fue una cátedra de poder. Fue una proclamación suave y firme: el mundo necesita paz. Pero no cualquier paz: una paz desarmada y desarmante, una paz que no teme ensuciarse las manos, que no se esconde detrás de tratados ni se protege con armamento. Una paz hecha de humanidad compartida.
“Dios nos ama a todos”, dijo, y fue como si el cielo bajara un poco. Lo dijo con una sencillez poderosa, sin explicaciones teológicas ni discursos abstractos. Lo dijo como quien lo ha visto —en el rostro del campesino chiclayano por ejemplo, en el niño migrante, en la madre que resiste—. Y agradeció, sin retórica vacía, a su antecesor Francisco. No solo por continuidad, sino por gratitud real. “Gracias, hermano, por habernos abierto el camino”, pareció decir con el corazón.
En esa línea, reafirmó que la humanidad tiene hambre de luz, amor, unidad, diálogo, encuentro. Y que la Iglesia no puede ser un club cerrado, sino una casa con las puertas abiertas, especialmente para los que más sufren. Llamó a ser misioneros, a salir, a ir al encuentro. Dijo que la Iglesia debe ser sinodal, cercana, valiente, sin miedo de tocar las heridas del mundo.
No olvidó sus raíces ni su voz. Habló en español, con el acento aprendido en años de misión andina. Saludó a su diócesis en Perú no con nostalgia, sino con una ternura que se sintió más como promesa que como recuerdo. Honró a la Virgen María, como hijo que conoce su protección, y terminó orando por la paz, como quien sabe que solo la oración sostenida puede dar consistencia a los gestos.
Ejemplo de diversidad
León XIV es una mezcla viva de diversidad. De colores variados: Norteamérica, Perú, Italia, Francia, España… No parece el candidato de los poderosos, ciertamente no el preferido de Trump, pero sí el elegido por la providencia y por la historia. Fraile agustino, teólogo de calle, educador, pastor sin miedo al polvo.
Y desde Roma —esa Roma que también puede y debe aprender del Sur — nos recuerda algo esencial: “la Iglesia solo tiene sentido si es hogar”.
Y “el hogar solo es verdadero si acoge sin condiciones”. Que esto también ya me lo dijo un emigrante peruano cuando le ofrecimos techo, trabajo y dignidad.