Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

Chiara Lubich, la primera fundadora de un movimiento laical


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Entre las muchas mujeres que han tenido un papel destacado en la Iglesia del siglo XX y en los comienzos del XXI, por mérito propio destaca esta laica italiana que fue no solamente primera fundadora de uno de los muchos movimientos laicales que florecieron –algunos para bien, otros para menos bien– en el siglo pasado, sino además primera fundadora en tiempos modernos de una institución mixta (hombres y mujeres, familias, también sacerdotes y religiosos) gobernada necesariamente por una mujer, la Obra de María o movimientos de los Focolares. Se trata de Chiara Lubich, cuya proceso de canonización avanza a buen ritmo y esperamos ver pronto llegar a su conclusión.



Para recordar la aventura de su vida, vayamos a la ciudad de Trento, último domingo de octubre de 1944: es la festividad de Cristo Rey, que el papa Pío XI había instituido en 1925 (Encíclica ‘Quas primas’) con el objeto de instaurar “la paz de Cristo en el reino de Cristo”. Sin embargo los grandes de este mundo han rechazado la paz. Pío XII, en una desesperada llamada a los dirigentes europeos, había dicho: “Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra” (Radiomensaje del 24 de agosto de 1939). Pero aquellos hicieron oídos sordos y desencadenaron ‘l’inutile strage’ (la inútil carnicería de la que había hablado Benedicto XV a propósito de la Gran Guerra y que podía aplicarse con mayor razón a la Segunda Guerra Mundial, que iba a estallar en seguida.

La ciudad del célebre concilio que marcó la contrarreforma en la Iglesia sufría desde el 2 de septiembre del año anterior una serie de terribles bombardeos por parte de la aviación aliada. Recordemos que Italia, habiendo abandonado la conflagración, se hallaba ahora ocupada por los nazis, así que sus ciudades constituían blancos de ataque. Trento, pues, se hallaba medio destruida. Las incursiones aéreas soltando toneladas de bombas durarían hasta el 8 de abril de 1945.

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En medio de tanta desgracia, he aquí que, después de la misa de Cristo Rey, un grupo de mujeres jóvenes se estrecha alrededor de una joven de 24 años llamada Chiara, nombre que ha adoptado en lugar del suyo de pila, Silvia, en el momento de profesar en la tercera orden franciscana en 1942. Se hallan todas frente al altar y se preguntan cómo pueden hacer suyas las palabras del salmo 2 recitado en los maitines del día: “Pídemelo y te daré como herencia tuya las naciones y los confines de la tierra como tu posesión”. Sugería este pasaje la universalidad de una misión a la que se sentían llamadas y cuyo propósito martilleaba desde hacía algún tiempo en la mente de Chiara, según las palabras de Jesús en la última cena: “Ut unum sint” “Que todos sean uno”.

Ella permanecía en silencio y observaba a sus compañeras. Se preguntaba si podría contar con ellas a pesar de las dificultades, a pesar de los desastres de la guerra, de lo incierto de su futuro… Hasta que una de las chicas se aventuró: “Tú sabes cómo se puede realizar la unidad. Aquí nos tienes”. A Chiara le saltó el corazón de alegría. Era el comienzo de su obra, un comienzo modesto, sin aspavientos, que sin duda costaría, pero un comienzo definitivamente, de algo inédito, no sería fácil… pero valdría la pena.

Lubich significa amor

Chiara Lubich había nacido el 22 de enero de 1920, en una casa que daba a la plaza de Santa María la Mayor, en esa misma Trento que ahora se hallaba herida y desgarrada por el fuego aliado, pero que entonces empezaba a prosperar, gracias al fuerte espíritu emprendedor de sus habitantes. El año anterior, en virtud del Tratado de Saint-Germain, la ciudad, junto con todo el Trentino y el Alto Adige, había sido por fin incorporada al Reino de Italia, poniéndose fin de este modo a las luchas entre pangermanistas e irredentistas, esto es, los que defendían la identidad italiana de aquellas regiones.

Trento, en efecto, era un enclave de paso entre Austria e Italia, pero había estado mucho tiempo bajo la administración del Imperio Danubiano. De hecho, los Lubich, la familia paterna, eran originarios de Hungría, que había formado parte de dicha monarquía. Lubich es un apellido difundido también en Eslovenia y Croacia (Ljubic) y algo menos en Alemania (Lubitsch). Significa “amor”, lo que no deja de ser sugestivo por lo que hace a nuestra protagonista.

El bisabuelo Matteo Lubich, que en Hungría era carnicero, había atravesado los Alpes con un rebaño de cabras y se estableció en Trento, inaugurando otra carnicería (que aún existe). Tuvo un hijo, al que llamó Luigi y que fue el padre de otro Luigi, que casó con Luigia Marinconz, una joven viuda (Nardelli) de orígenes nobiliarios españoles. La pareja tuvo cuatro hijos: Gino, Silvia (Chiara), Liliana y Carla. Luigi, el padre, era tipógrafo, de ideas socialistas, y trabajaba en la oficina del irredentista Cesare Battisti, director de ‘Il Popolo’ (que por esa filiación política sería fusilado por los austríacos en 1916). Se da la circunstancia que era redactor jefe de dicho periódico nada menos que Benito Mussolini, que compartía despacho con Luigi: éste trabajaba de día y aquél de noche. Mussolini algunos años después realizaría la Marcha sobre Roma (1922).

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La madre de Silvia (Chiara), compositora de música, era una señora muy piadosa y de un catolicismo a toda prueba, que consiguió transmitir a sus hijos, en especial a Gino (que acabó haciéndose comunista) y a la mayor de sus hijas. A pesar de la disparidad de convicciones, su esposo nunca objetó su religiosidad y la educación católica que dio a sus hijos. Es importante tener en cuenta este ambiente de tolerancia en su familia, porque Chiara lo plasmará en la obra de su vida, así como sus orígenes heterogéneos le dieron amplitud de perspectiva y sentido de la universalidad.

La familia se había mudado de la plaza de Santa María la Mayor a un amplio apartamento que ocupaba una planta entera en un edificio situado en plaza Garzetti. Eran años de bonanza y los Lubich gozaban de una buena situación económica. Sin embargo, cuando Silvia tenía alrededor de once años las cosas cambiaron radicalmente. Mussolini se había encaramado al poder sin que el rey Víctor Manuel III tuviera otra salida que encargarle el gobierno de Italia. El fascismo llevaba ya nueve años desde su instauración y su carácter dictatorial y totalitario se evidenciaba cada vez más. La mayoría de los italianos aceptaban la situación porque veían cómo el país progresaba a pesar de todo.

Grandes estrecheces

Pero ciertamente existía la disidencia, en su mayor parte silenciosa y en menor escala activa. En casa de los Lubich sucedió que el hermano del padre, el tío Silvio, afiliado al fascio, había alcanzado el grado de jefe de escuadra, lo que le granjeaba muchas ventajas y le permitía llevar una vida holgada. En cambio, Luigi, el padre de Silvia, a pesar de la insistencia de su hermano, se negaba a sacarse el carnet del partido y hacía profesión de antifascismo. Silvio separó sus intereses de los de Luigi –habían sido socios en un negocio de exportación de vinos italianos desde que el régimen clausuró ‘Il Popolo’– y a éste las cosas comenzaron a irle mal.

Como no estaba afiliado a la organización fascista, no podía conseguir un trabajo regular ni bien remunerado: subsistía a base de chapuzas que le encargaban aquí y allá y no estaban bien pagadas. La familia conoció entonces un período de grandes estrecheces, de verdadera pobreza. Chiara cuenta que había días en que no se comía en casa y se pasaba hambre: “Nuestra miseria era auténtica, pero nos la tomábamos con mucha alegría”. Esa unión de la familia fue seguramente lo que los salvó de la desesperación.

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Silvia y su hermano Gino veían que su padre nunca pisaba la iglesia y un día se propusieron llevarlo. Gino lo invitó: “Papá, mi hermana y yo vamos ahora a la iglesia a confesarnos, ¿te vienes también?”, a lo que Luigi no supo negarse. Una vez allí, acabó por confesarse él también, saliendo al final entre lágrimas. Desde entonces ya no faltó a misa. Se manifestaba el espíritu apostólico de esta joven, que apenas estaba entrando en la adolescencia. Pero no se estaba ella mano sobre mano: para ayudar en la exigua economía doméstica se dedicó a dar clases particulares. Había sido esmeradamente educada por la madre y por las religiosas de María Niña y estaba en condiciones de enseñar.

A los 15 años ingresó en la sección femenina de la Acción Católica, el movimiento tan amado y promovido por el papa Pío XI, pero que en aquella mitad de los años treinta se hallaba bajo la mira del fascismo, que pretendía suprimirlo para encuadrar a los italianos exclusivamente en las organizaciones del régimen. Silvia se interesaba mucho en cuestiones filosóficas, que estudiaba con ahínco en las escuelas magistrales secundarias. Tras graduarse, quiso ingresar en la Universidad Católica de Milán, pero, al no tener medios suficientes para su mantenimiento, optó a una beca de estudios. Por un punto no la obtuvo, lo cual la llenó de amargura; fue entonces cuando recibió la primera de las locuciones interiores que la acompañaron a lo largo de su vida: “Yo seré tu Maestro”.

Tras enseñar en escuelas del Trentino entre 1938 y 1929, en 1940 fue a impartir clases a la del orfanato que tenían los capuchinos en Cognola (Trento), allí se imbuyó del espíritu franciscano, que la llevó a hacerse terciaria seglar en 1942, cambiando su nombre –como queda dicho– de Silvia a Chiara en honor de la santa de Asís. En el otoño de ese año tiene otra locución interna que, en medio de las preguntas que se formula ante las inauditas crueldades de la guerra, le hace percibir: “a Dios presente en todas partes con su amor. Me explica que todo es amor: lo que soy y lo que me sucede; que soy su hija y Él es mi Padre, que su amor rodea a los cristianos, a la Iglesia, al mundo, al universo. La novedad relampaguea ante mi mente: sé que es Dios, Dios es Amor. Todo cambia”.

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Entretanto, Mussolini ha caído, los alemanes ocupan Italia y el rey Víctor Manuel III debe huir con la Familia real. Comienzan entonces los bombardeos de los aliados sobre las ciudades italianas y el 2 de septiembre comienzan los ataques sobre Trento. El 7 de diciembre, en medio de tanta precariedad, Chiara hace el voto de virginidad perpetua en un acto “personal y secreto” llevado a cabo en la capilla de los capuchinos, con la aprobación de su confesor fray Casimiro da Perarolo. Llega a la certeza que “el Amor es la salvación del siglo XX” y comunica esta convicción a sus familiares y amigas de la Orden Tercera.

Focolari o Focolarini

Un grupo de éstas decide seguirla y así llegamos al momento decisivo con el que comenzamos este artículo: el de la fiesta de Cristo Rey de 1944. Después de ese día, Chiara irá a vivir con sus compañeras a una “cassetta” frente a la iglesia de los capuchinos. El lugar fue bautizado como “focolare”, por alusión a la chimenea de donde saltan “fuoco e fiamma” (fuego y llamas), con los que el grupo –originalmente llamado Opus Mariae (la obra de María)– aspiraba a incendiar el mundo entero por el Amor. Éste es, pues, el origen del nombre Focolari o Focolarini.

La posguerra fue especialmente dura en Italia antes de la actuación del Plan Marshall. Ante la miseria, Chiara comprendió que el Amor se manifiesta, sobre todo, a través de las obras de misericordia. Así pues, organizó una red de asistencia bajo la inspiración de la hermandad franciscana para llevar víveres y auxilio material a los necesitados, víctimas de la guerra. No por ello descuidaba el apostolado: ella y sus compañeras, con el libro de los evangelios por única herramienta, predicaban la enseñanza fundamental de Jesucristo: “Dios es Amor”. Esta actividad fue hecha notar en Roma, donde se hizo sospechosa al Santo Oficio, pero recibió un primer espaldarazo de la jerarquía el 1º de mayo de 1947, cuando Carlo de Ferrari, arzobispo de Trento, aprobó los estatutos de los Focolares de la Caridad por un año, plazo que fue renovado más tarde.

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Chiara viajó varias veces a Roma para entrevistarse con autoridades civiles y eclesiásticas para difundir sus ideas de unidad. Fue recibida en el parlamento italiano, en Montecitorio, por el político Igino Giordani, cuyo apoyo fue decisivo en el desarrollo del movimiento, sobre todo en vistas a insertar esta nueva forma de vida apostólica en la Iglesia, en tiempos en los que Pablo VI reestructuraba la Acción Católica. El mismo Igino Giordani quedaría prendado de la personalidad de Chiara y se convertiría en uno de los pilares del movimiento. En 1948 se fundó la rama masculina y en 1950 abrió el primer Focolar romano, fue a partir de entonces que comenzó su difusión por toda Italia y la vida de Chiara se fundió con el curso de su obra. En los años cincuenta prestó su auxilio a las comunidades de la Iglesia del silencio tras el llamado telón de acero, por ello organizó la ayuda a Hungría tras la Revolución de 1956.

Centro Uno

Con el advenimiento del papa Juan XXIII y la celebración del Concilio Vaticano II, se abrieron nuevas perspectivas ecuménicas, de las que Chiara y los Focolares podían decirse precursores. Estuvo en estrecho contacto con el Secretariado para la Unidad de los Cristianos fundado por el papa Roncalli en 1960 y confiado al cardenal Agostino Bea. Concomitantemente, Chiara fundó una oficina de los Focolares para el ecumenismo, a la que llamó Centro Uno. Cultivó, además, la amistad del patriarca Atenágoras I, con quien Pablo VI había tenido un encuentro cordial en Constantinopla.

En los años setenta la obra se fue internacionalizando rápidamente, estableciéndose en muchos países, la mayor parte de las veces por invitación de los respectivos obispos. En 1984, envió un mensaje a la conferencia mundial por la paz o encuentro de Asís, en el cual se resume su pensamiento:

“Todos creemos en Alguien o algo que nos trasciende. Todos creemos en Dios o en una verdad, que para nosotros los cristianos tiene un nombre: Padre. Él es el fundamento de la fraternidad universal. No se puede creer en un padre sin comportarse como hermanos de todos los demás hombres. Con Él podemos converger eficazmente en la fraternidad universal para construir una paz segura. Mirándolo a Él, se ve a todos los hombres como candidatos a esta fraternidad, sin ninguna discriminación, ni de raza, ni de pueblo, ni de ideología, ni de religión”.

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En consonancia con esto, el movimiento se abrió también al diálogo con los no creyentes. En todas sus relaciones con acatólicos, Chiara nunca quiso que se hiciera proselitismo en el movimiento, para ella bastaba el deseo de colaborar en proyectos concretos de solidaridad, en la convicción de que no se podía pensar en “una convivencia humana sin los valores de la solidaridad, de la paz, de la unidad, de los derechos humanos, de la justicia, de la libertad y de la vida”.

Los estatutos generales de la Obra de María, que ya habían sido reconocidos por Juan XXIII y Pablo VI, fueron oficialmente aprobados por el Pontificio Consejo para los Laicos en 1990. En ellos está prevista la presidencia femenina a la cabeza de todo el movimiento, una auténtica novedad de los tiempos modernos, que nos hace recordar las comunidades religiosas mixtas de siglos lejanos que habían sido tan fecundas, pero que en tiempo más cercanos ya no existían.  Chiara recibió en la última etapa de su vida muchos homenajes, reconocimientos y premios de parte de organismos internacionales, jefes de Estado, universidades, obras culturales e iglesias. Por ejemplo, en 1996 se le concedió el premio de Educación para la Paz de la Unesco y en 1998 el de Derechos Humanos del Consejo de Europa.

Una larga enfermedad, durante la cual estuvo rodeada de sus amados focolarini, desembocó en su muerte ocurrida en la casa de la obra en Rocca di Papa, en la campiña romana, el 14 de marzo de 2008. Poco antes había recibido una carta afectuosa de Benedicto XVI con la bendición apostólica. El 27 de enero de 2015, en la catedral de Frascati, comenzó oficialmente su proceso de beatificación, con un mensaje del papa Francisco, en el cual afirmaba que uno de los motivos de dicho proceso es: “el de hacer conocer la vida y las obras de aquella que, acogiendo la invitación del Señor, ha encendido para la Iglesia una nueva luz sobre el camino de la unidad”.

Fotos: Facebook Chiara Lubich