José Luis Pinilla
Migraciones. Fundación San Juan del Castillo. Grupos Loyola

Ceniza


Compartir

Hoy llueve. Y llueve sobre la ciudad y sobre el campo. Y por eso queremos cantar, quizás un tanto a contracorriente, en estos tiempos de cuaresma y duelo. Como decía Mario Benedetti: “Cantamos porque llueve sobre el surco/Y somos militantes de la vida/Y porque no podemos ni queremos/Dejar que la canción se haga ceniza”.



A contracorriente digo. Porque muchas canciones, vidas y países se están convirtiendo en ceniza. Son previsiblemente cinco millones la cantidad de refugiados que promoverá la crueldad de la nueva guerra. Ya los datos, tras pocos días de invasión en Ucrania, hablan de un millón de desplazados mientras los últimos acontecimientos vividos en Melilla desde la mañana del 2 de marzo siguen provocando también mucho dolor. También con estas –nos recuerda el SJM y muchas otras entidades– que es preciso identificarles en sus perfiles de especial vulnerabilidad y con necesidades de protección, porque pueden ser potenciales solicitantes de asilo o menores de edad, además de darles a conocer sus derechos de forma individualizada. Porque detrás de todas las víctimas hay experiencias de mucho sufrimiento. Y no quiero que se olvide que hay historias de vida. En este caso, a las víctimas ucranianas y rusas, se añaden las gentes que han saltado viniendo de países africanos muy empobrecidos, casi hechos polvo, como Mali, Costa de Marfil, Sudán, Burkina Faso, algunos otros de países árabes como Libia, Yemen, Siria, lugares donde viven también conflictos y guerras.

En esta semana, con todos los medios de comunicación hablando de guerras conocidas como la de la frontera entre Rusia y Ucrania, no quiero olvidarme de las “desconocidas”. Ni de dejar de cantar a la esperanza frente a toda esperanza. Que quiere abrirse paso, a duras penas, en la lucha por la paz, y la justicia, en la hospitalidad, en la reclamación de los derechos y de la dignidad. Cantar frente a la muerte que deja un rastro ingente de ceniza y duelo que inunda también nuestro contexto cuaresmal. Sangre y duelo que camina por las aceras de Europa, África, América. Y he recordado al escritor uruguayo Eduardo Galeano, quien decía: “Los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí, un pajarito me contó que estamos hechos de historias”. Y vaya si tenía razón.

Cada familia ucraniana hacia las fronteras o cada huido que salta la valla hacia Europa, es una amalgama de pequeñas y grandes historias que se confabulan para formar la personalidad de cada uno hambreando, vida, dignidad y libertad. Que ya son muchos los años –¡siglos!– que están cumpliendo el ayuno de estas últimas experiencias. No es posible imaginarnos a los caminantes –con sus familias– engrosando la interminable caravana de los nuevos éxodos, sin tener atrás un conjunto de historias que les han moldeado. Como en las nuestras, habrá unas mejores que otras, algunas con afiladas cuchillas, otras reconciliadoras, pero, al fin y al cabo, historias.

Un faro en medio de la tormenta

Se podría suponer que un hombre bueno tiene a sus espaldas historias gratificantes, o por lo menos, historias que le han permitido surgir, o quizás, resurgir. Y ahora me los imagino como el ave fénix que quiere, y quiere, resurgir de sus cenizas, aunque sus raíces estén quedando lejos, esperando lluvias que hagan florecer nuevos retoños, allá detrás, en los lugares donde vieron la luz del día por primera vez. Historias que de una u otra manera les han hecho dirigirse a la bondad como quien sigue la luz de un faro en medio de la tormenta.

Por ello, cuando pienso en los que excluyen, en los que empujan hacia fuera, los que hacen enmudecer todo canto, con sus leyes, sus armas, su inmenso poderío, me pregunto qué historias habrá también detrás de cada uno de estos. Qué mundo engañoso se habrá revelado ante sus ojos y cuántos mundos amables habrán desaparecido de sus horizontes para que hayan optado por una vía que no conduce sino a la destrucción de los otros. Y por tanto a su propia destrucción.

Cuántas soledades y cuántos vacíos existenciales, como agujeros negros en el alma, les habrán dejado en la oscuridad, sin más camino que inmolarse y causar aflicción a su alrededor.

Ucrania refugiados

Sin cerrar los ojos a lo que está ocurriendo, yo prefiero hoy, como una humilde gota de agua entre tanta tormenta en el océano de la vida, contrarrestar tanta muerte con la canción de la esperanza (¡cree en el evangelio y vivirás!). Adivinar el pequeño retoño escondido en el desierto. Aquellas vidas en los seres humanos que han sido capaces –o al menos de intentarlo– de crear belleza, de reunir sabiduría y de lograr avances a su alrededor. Capaces de cantar. También en los que ahora están apostando por acoger, defender, proteger. En los niños que dibujan, tras soltar el vaho en los cristales de los trenes hacia fronteras de libertad, un corazoncito a modo de juego y de despedida de los suyos. Creo en los jóvenes que sueñan con un futuro alentador y en los pajaritos que me cuentan que es posible la concordia en el mundo.

Recuerdo que en la parroquia de San Ignacio en Logroño donde trabajé, la ceniza litúrgica del comienzo de la Cuaresma se fabricaba a partir de los ramos de laurel que se agitaban el domingo de Ramos anterior. Y que el sacristán, cercano a la centena de años –lo cual indica muchos años haciéndolo–, celosamente los guardaba cada año esperando el milagro contrario a lo que recojo de Mario Benedetti al comienzo de este artículo: Dejar que la ceniza se haga canción para iniciar el camino de la resurrección.