Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

Alberto Michelotti y Carlo Grisolia, amigos para siempre


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En la historia bimilenaria de la Iglesia, ha sucedido que un párroco y su monaguillo, un obispo y su vicario, el fundador de algún instituto religioso y sus hijos espirituales, dos hermanos o dos hermanas, madre e hija o marido y mujer, hayan sido propuestos como modelos juntos. La diócesis de Génova, en cambio, y por primera vez, está siguiendo dos causas, distintas y separadas pero llevadas en paralelo, para la beatificación de dos amigos, fallecidos en 1980, a muy poca distancia uno de otro. Se trata de un hecho muy significativo, casi una legitimación canónica de algo que forma parte de la tradición espiritual de la Iglesia: la amistad como posible camino de santidad.



Sobre la importancia de la amistad se podría hablar tanto que no cabría en una biblioteca entera, por lo que mejor ni lo intento, pero no me resisto a citar a uno de los grandes cantores de las excelencias de la amistad espiritual, san Elredo de Rievaulx, en el que algunos intencionadamente han querido ver una exaltación de la amistad carnal, por lo detallado que es el buen monje cisterciense en sus descripciones de las relaciones humanas, demostrando así que no han entendido nada de Elredo, ni su persona ni su espiritualidad. Precisamente era todo lo contrario lo que él pretendía, todo su interés es exaltar la amistad espiritual, si bien como ésta a su vez es necesariamente humana, él la describe con esmero, dejándonos palabras bien hermosas:

“No hay medicina más fuerte ni más eficaz, ni más excelente para nuestras heridas en todas las cosas terrenas, que tener a alguien que sufra con nosotros en cada desgracia y se regocije en nuestros éxitos. Por tanto, la amistad hace que la prosperidad sea más espléndida y la adversidad más ligera, compartiéndola cada uno un poco.”

Pero para él la amistad es un camino para llegar a Dios, no se queda en sí misma:

“Por ello, en la amistad se unen la honestidad y la suavidad, la verdad y la fiesta, la dulzura y la firmeza, el afecto y las obras. Todas estas virtudes nacen en Cristo, por Cristo crecen y en Cristo se perfeccionan. No es, pues, difícil ni contrario a la naturaleza que ascendamos de Cristo –inspirador del amor con que amamos al amigo– a Cristo –que a sí mismo se nos ofrece como amigo para que lo amemos–, a fin de que a una suavidad siga la Suavidad, a una dulzura, la Dulzura y a un amor, el Amor.”

Hoy os quiero presentar a dos amigos, Alberto y Carlo, que querían llegar juntos al cielo y digamos que prácticamente llegaron pues murieron el uno poco después del otro, siendo ambos muy jóvenes. También caminan muy cercanos hacia los altares con la idea, si se ve posible, que un día puedan llegar juntos.

A la sombra de su parroquia

La adolescencia y la primera juventud de Alberto Michelotti –nacido en Génova el 14 de agosto de 1958– se desarrollaron a la sombra del campanario de su parroquia de San Bartolomeo di Staglieno: comprometido de mil maneras en la parroquia, tanto asistiendo a la Azione Cattolica Ragazzi como dando catequesis. Un muchacho bueno.

Su madre recuerda: “Alberto era una persona muy normal, pero especial. Mi marido y yo éramos católicos sencillos: le dimos una educación cristiana básica. […] ya de niño mostraba una sensibilidad poco común hacia las cosas de Dios. […] rezaba mucho […]. A menudo se lo reprochaba de buen grado, porque tal vez exageraba; pero él me respondía, con su sonrisa desarmante, que la vida hay que orientarla hacia Dios, porque le pertenece, que puede devolvérnosla como y cuando quiera. Lo importante es estar preparado”.

Sin embargo un giro significativo de su vida se produjo gracias a su nuevo párroco, don Mario Terrile, en una sintonía espiritual y un estímulo mutuo que fue bueno para ambos. Alberto lo cuenta en una grabación: “Es la primera persona que me hace una afirmación muy clara: ‘Alberto, delante de ti hay tantos espejos, que no dejas de mirarte en ellos y pierdes el tiempo: rómpelos’. Esta persona me habla de Dios. Pero la vida no cambia. Domingo por la noche, vuelvo a casa después de estar con los mismos amigos de siempre; no ha pasado nada diferente, ¡qué día más estúpido!”.

En agosto de 1977 un pequeño grupo de la parroquia asiste a una Mariápolis, un encuentro del movimiento de los Focolares; allí Alberto entra en contacto, en particular, con el grupo de jóvenes. “De ellos oigo hablar de Dios Amor. Un Dios que me habla a mí, a Alberto, que me llama a su revolución que choca con mi vida tranquila. ¿Solo? No, es imposible; con otros puedo hacerlo”. Con estos jóvenes comenzó a mirar el mundo de modo diferente, como él mismo explica en su diario:

“Un día entré en un viejo local cerca del puerto de Génova, el Stella Maris, lugar de encuentro de marineros de color, rezagados porque su contrato de embarque había expirado: no tenían qué comer, qué vestir. Allí, desde hace algunos meses, los jóvenes de los focolares ayudan a un sacerdote solitario en esta situación desesperada de promoción humana. Nada más entrar, el olor de esas habitaciones es para mí un disparo en el brazo. Mi primer instinto es salir corriendo; no puedo creer que tan cerca, en mi ciudad, puedan darse situaciones así. Un chico de Ghana me pregunta algo; no conozco el idioma. Junto con los otros chicos nos ponemos a buscar unos pantalones que le queden bien. Por la noche vuelvo a casa: quizá sea la primera vez que me siento feliz. Ahora sé de dónde viene esta alegría”.

Alberto empieza a experimentar un nuevo modo de mirar a las personas, también a los desconocidos que de un modo u otro salen a su encuentro, con ojos de amor:

“Conozco a Giorgio por casualidad: es un joven de unos veinte años, hospitalizado por una leucemia grave. Decido ir a visitarle. Todas las tardes que paso con él hablamos de cosas sencillas: puede que un día hablemos de deportes y cómics y que al día siguiente no sepa qué decir; la fiebre sube y el “goteo” parece interminable. Pero cada vez que salgo del hospital, la misma sensación: estoy cansado pero tengo la certeza de que el día no ha sido en vano. Al cabo de unas semanas, Giorgio muere. He aquí que su existencia se acaba en poco tiempo: pienso que yo tampoco puedo perder más tiempo”.

Alberto muestra la fuerza de su carácter ya en la escuela media, pero es en los estudios de bachillerato donde obtiene excelentes resultados, sobre todo en las asignaturas de ciencias, recibiendo premios y galardones. A continuación se matricula en la facultad de ingeniería, donde asiste a clase y va de éxito en éxito en los exámenes. Y todo ello sin enorgullecerse de sí mismo, demostrando una sincera humildad, pues atribuye a Dios el hecho de haber recibido el talento de una inteligencia excepcional, por lo que se siente obligado a compartirlo con los demás, ayudándoles concretamente en sus estudios y logrando transmitir la influencia positiva de su humanidad.

Carlo Grisolia_Alberto_Michelotti

Vive de la eucaristía y la comunión diaria se convierte en su cita cotidiana indispensable, aun a costa de auténticos equilibrios entre el estudio, los compromisos de caridad y las diversas reuniones de las que es alma. Alberto confiesa de nuevo: “Poco a poco mi vida está cambiando: hay ‘Alguien’ que entra cada vez más en mi día, es Jesús. Algunos días corro por toda la ciudad, en alguna iglesia hay la última misa del día: allí puedo encontrarme con ‘Él’ en la eucaristía; para ello salgo temprano de la universidad, salto de un autobús a otro; de repente pienso: ‘Alberto, hace un mes no habrías hecho estas cosas por nadie, ni siquiera por tu novia’”.

Hechos de la misma pasta

En septiembre del 79, Alberto fue nombrado jefe del grupo de jóvenes de los focolares en Valbisagno, en él conoce a Carlo Grisolia, vecino del mismo barrio y hecho de la misma pasta que él, aunque muy diferente de él en cuanto a intereses, poder y carisma. A Alberto le gusta la montaña tanto como a Carlo leer, tocar música y escribir poesía; el primero es tan racional y “matemático” como el segundo es poético y sensible. Lo que les une es sólo la pasión por el amor de Dios y el deseo de vivir intensamente y llevar a los demás el ideal evangélico de un mundo unido.

Carlo Grisolia había nacido en Bolonia el 29 de diciembre de 1960. Tenía dos hermanos mayores, Paolo y Giuseppe, y una hermana menor, Matilde. Comenzó la escuela primaria en Bosco Marengo, donde la familia se había trasladado por motivos de trabajo de su padre. Allí, en 1969, a través de unos jóvenes amigos, él y sus hermanos iniciaron la experiencia con los niños del movimiento de los Focolares. También querían participar en un proyecto de solidaridad para Camerún, así que, durante unos días, fueron de casa en casa con un pequeño carro de madera, recogiendo periódicos y libros viejos.

En 1973, la familia Grisolia, de nuevo por motivos laborales del cabeza de familia, se traslada definitivamente a Génova. Tras finalizar la enseñanza secundaria, Carlo se matricula en el Istituto Agrario. Desde su primer año, participa en los órganos colegiados del instituto. Participa activamente en los debates de la asamblea estudiantil con todas las dificultades de aquellos años, enardecidos por contrastes políticos muy acalorados. Precisamente por este motivo funda, junto con un amigo, el ‘Comitato Libero Studentesco del Biennio Professionale’ (Comité Libre de Estudiantes del Bienio Profesional), cuyo objetivo era “instar a los estudiantes a la colaboración, la unidad y la amistad”. La pasión y el compromiso por la comunidad civil, iluminados por el Evangelio, atravesarían toda su vida. En 1978, tras el asesinato de Aldo Moro, señaló: “Siento que como hombre nada me impide matar a los que han matado. Pero como católico siento que debo amar a mis enemigos. Puedo y debo odiar lo que han hecho, pero no a ellos; de hecho, después de rezar por Moro, rezo también por ellos”.

Alberto y Carlo viven una profunda amistad. Entre los dos se establece una envidiable comunión espiritual, en el esfuerzo común por “mantener a Jesús en medio”, hasta el punto de que cada uno conoce las dificultades, las luchas, los fracasos, las conquistas del otro, convirtiéndose en apoyo mutuo en el camino común hacia la santidad.

Les une un deseo: poner a Dios en el centro de sus vidas, vivir el Evangelio al pie de la letra y llevar a todos el don del ideal evangélico de un mundo unido, de fraternidad universal. Juntos participan en iniciativas de oración y caridad en favor de los más pobres, implicando a muchos otros jóvenes. Cuando Carlo cumple 19 años, Alberto le regala una partitura de Bob Dylan y, al desearle lo mejor, escribe: “Probablemente será el año de la mili para ti. Quizás nuevas dificultades, nuevas alegrías. Un poco como el día de hoy, que empezó con un sol fantástico y ahora, a las 4 de la tarde, se ha convertido en un gris invernal con todo más somnoliento. Pero sabemos que detrás de estas nubes está el sol”.

Para cimentar la unidad entre ellos, Alberto escribe notas escritas a toda prisa, quizá en papel improvisado, dejado en el hueco o bajo el limpiaparabrisas del coche, después verdaderas cartas cuando Carlo va a hacer el servicio militar en la marina: “Carlo, ayúdame siempre a vivir mi libertad”; “mantente cerca de la Virgen, piensa en ella”; o “si lo conseguimos, podemos encontrarnos todos los días en la eucaristía”.

Desenlace

Llega el año 1980 cuando, en plena juventud, Alberto y Carlo llegan al final de su peregrinación terrena. La vida de Alberto se ve truncada inesperadamente en las montañas de Cuneo, el 18 de agosto de 1980, durante una ascensión en el macizo de Argentera, en una desastrosa caída en el barranco helado de Lourousa. Es su amigo Tiziano quien relata su última ascensión, el 18 de agosto de 1980: “Son las 4.30 de la mañana. El cielo está despejado y estrellado, podemos subir. Decidimos no atarnos porque este tipo de hielo no permite puntos de seguridad. Es una subida estupenda: la naturaleza, el viento, el sonido de los crampones sobre el hielo… Por dentro instintivamente quieres dar gracias a Dios. Luego el hielo se vuelve más frágil, se vuelve peligroso. Debajo de nosotros 600 metros de tobogán, volver sería mucho más arriesgado. Continúo con cautela, veo acercarse la cumbre. Alberto está un metro detrás de mí… Le veo perder pie con los crampones… ‘¡El piolet! Planta el piolet!’ Todo es inútil: aún puedo verle coger velocidad… y entonces desaparece”. Acababa de cumplir 22 años.

Las noticias corren rápido, muchos llegan para velar a su lado. Pero Carlo no asistió a su entierro y no sólo porque estaba cumpliendo el servicio militar sino por algo peor: el 19 de agosto, un examen médico le diagnosticó un cáncer, del tipo más maligno y galopante. Los últimos 40 días de Carlo, hospitalizado en el hospital Galliera de Génova, dejan un recuerdo luminoso de dolor y amor. A las enfermeras les repite: “Sé adónde voy”. Piensa en el Cielo, y en su amigo Alberto, al que ya siente cerca de Dios. La familia, con la comunidad de amigos de la parroquia y de los focolares, se reúne a su alrededor.

Murió el 29 de septiembre, cuarenta días después que su amigo, no llegó a cumplir los 20 años. “Siempre es un buen juego vivir el momento presente”, había escrito Carlo a sus amigos desde su primer ingreso hospitalario. En 1990, otra joven de vida fascinante, la futura beata, Chiara “Luce” Badano, enferma del mal que la iba a llevar a la tumba, quiso conocer a la madre de Carlo: le pidió luz para vivir su enfermedad. De aquel encuentro escribiría: “Esta noche mi corazón está lleno de alegría, ¿y sabes por qué? He recibido la visita de la madre de Carlo Grisolia, de Génova […] La emoción era tan grande que casi no podía hablar. Me trajo fotos de Carlo, para que eligiera una que ahora tengo aquí delante. Durante el encuentro con su madre, Carlo estuvo con nosotros”.

En los años siguientes, el recuerdo y la admiración por estos jóvenes crecieron y pronto se extendió una verdadera fama de santidad en torno a ellos. De ahí la iniciativa de iniciar la causa de beatificación de estos dos amigos, dos procesos diferentes cuyas fases diocesanas se abrieron y concluyeron en Génova los mismos días, respectivamente el 25 de septiembre de 2008 y el 8 de octubre de 2021, si bien dado que Alberto murió en el territorio de la diócesis de Asti, fue necesario transferirle la competencia del tribunal eclesiástico.

Concluyo volviendo al sapientísimo san Elredo, que recomiendo vivamente a quien quiera profundizar en el valor de la amistad humana y espiritual:

“La amistad es, pues, la gloria de los ricos, la patria de los desterrados, la riqueza de los pobres, la medicina de los enfermos, la vida de los muertos, la gracia de los sanos, la fuerza  de los débiles y el premio de los fuertes. Tanto honor, recuerdo, alabanza y  deseo acompaña al amigo, que su vida se juzga encomiable y su muerte preciosa. Hay algo que supera todo lo dicho, y es esto: la perfección consiste en el amor y conocimiento de Dios, y la amistad está junto a ella como un escalón”.