José Luis Pinilla
Migraciones. Fundación San Juan del Castillo. Grupos Loyola

Agrelo, “hermano portero de Dios”


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“Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”. Jesús toca la puerta. Cristo, “sacerdote-puente” y no “sacerdote-muro” está siempre a la puerta. Para tender puentes no para cerrar puertas. Y Santiago Agrelo, arzobispo emérito de Tánger, le ha abierto muchos veces la puerta. Sobre todo recibiéndolo entre tantos que acudían a su casa porque ve a Cristo en sus hijos “mojados” de Ceuta, en los utilizados, en los traídos y llevados por los intereses del poder, como si de propiedades suyas se tratase. Porque “sin el Espíritu Santo jamás veremos en los pobres a hijos de Dios”.



El espíritu le empujó estos días para aparecer brevemente en La Sexta. Y su provocadora y franciscana intervención fue repicada ampliamente en las redes. Un arzobispo en La Sexta y una entrevistadora que le llama “Padre”. Se sentiría un tanto incómodo. El prefiere –soy testigo– ser llamado Hermano, siguiendo la encantadora oferta franciscana. Me he enriquecido tanto “a su costa”, que no dejo de dar gracias a Dios por ello, constatando la mucha creación de fraternidad a “su lado”. Escuchándole, nuevamente me he emocionado. Y he recordado algunas correrías apostólicas con él.

Muchas veces me ha gustado empezar el camino hacia el Marruecos migratorio, como un peregrino, desde la puerta gaditana de Tarifa, antes de cruzar el Estrecho. Por la playa de los Lances, lugar de primeras y de ultimas arribadas de muchos de los migrantes que entran de forma irregular. Unos, al comienzo de su peripecia vital en el continente europeo y, otros, para que sus restos queden para siempre entre nosotros. Beso la arena. Luego, rezo en el cementerio por los migrantes innominados –aunque Dios si sabe su nombre– que la Iglesia entierra. Y de allí, a la casa de Agrelo en Tánger. Austera y alegre hospitalidad franciscana.

Hicimos una vez un viaje de 12 horas de Tánger a Nador que dieron para mucho. La conversación entre Agrelo, Gabriel, ejemplar delegado de Migraciones en Cádiz, y yo se centraba en que no se trata solo de pensar, de denunciar, actuar, proponer, hacer, protestar, ayudar a los migrantes. Se trata, también, con modestia lo propongo siempre, de dejarse tocar por las entrañas de aquellos que lo sufren. Les digo: “Por mi trabajo hablo y escribo mucho sobre la migración. Pero necesito acariciarlos”. Esa fue la razón más vital que me llevó también a vivir la Navidad de hace dos años a Melilla. Aquello del papa Francisco en mayo de 2013, al canonizar a la mejicana Madre Lupita: “Quien acaricia a los pobres, toca la carne de Cristo”. Eso es lo que yo quería.

Un viaje con frutos

Recuerdo uno de los frutos apostólicos de ese viaje acompañado a Santiago Agrelo. A primera hora de la mañana de un 23 de julio en Nador, junto a la valla al lado de Melilla. Esteban Velázquez, jesuita al que luego le cerraron las puertas en Marruecos, nos había preparado una entrevista con su equipo de migraciones. No la tuvimos. ¡Sucedió un nuevo intento de muchos subsaharianos de pasar por encima de la valla! Nos lo dijo de manera apresurada Francisca, Hija de la Caridad, responsable entonces de coordinar la acción sobre el terreno en cuanto se producía, frecuentemente, una situación como esta. Salía corriendo, metiendo en la furgoneta un montón de medicinas, unos plásticos y algo de comida. Toda la gente se movilizaba en las mismas claves que Francisca. Gabriel, mi compañero gaditano de viaje, subía a otra furgoneta con Esteban. El obispo Agrelo y yo quedamos a la espera en la Iglesia franciscana. Si hubiéramos ido nosotros, nuestras plazas impedirían transportar a más heridos. 200 lo intentaron. Ninguno lo consiguió. 20 heridos. Gabriel al volver nos narra y Esteban completa las cuatro horas recogiendo, animando, consolando y procurando todo tipo de ayudas. Fue como el pasaje del samaritano: “Nos encontramos a gente al borde del camino, apaleada, descartada. Los echamos sobre los hombros…”. Lo demás, ya os lo imagináis. A uno de ellos, Adú, le acompañé como muleta humana para vendar sus heridas apoyándose en mi hombro, mientras con lágrimas me contaba su historia que se mezclaban con mis propias lágrimas. Su mirada aún perdura en mi corazón. Y han pasado varios años.

Luego visitaríamos a los del monte Gurugú, guiados por la ejemplar Inma Gala –delegada de Migraciones de Tánger–, entregando simplemente la dirección de la comunidad cristiana, por si necesitaban ayuda al huir. Una puerta más, abierta para los mojados.

Por la noche reflexioné sobre las causas de dicha población migrante y refugiada en tránsito o bloqueada en Marruecos. Son efecto de las políticas españolas, marroquís y europeas de control migratorio, donde las adversidades y los riesgos a los que se enfrentan rara vez se tienen en cuenta a la hora de diseñar políticas que les afectan directamente. Nadie les pregunta a ellos. Muchos hablan sobre ellos. Pocos “desde ellos”. Porque a ellos les niegan la palabra y los oyentes taponan sus propios oídos en función de intereses egoístas. Lo comprobé ‘in situ’, en las duras condiciones de vida en los asentamientos de Nador, el monte Gurugú y las montañas de Selouane, donde los migrantes se instalaban mientras intentaban reunir dinero o buscar una nueva oportunidad para pasar a Europa: con problemas alimentarios y sanitarios, vulnerabilidad creciente en las mujeres víctimas de redes de trata, hostigamiento de las fuerzas auxiliares marroquís, etc. No paraban de hablar. Querían ser escuchados.

Volvimos a Tánger. A la casa de Santiago Agrelo. Otras doce horas empapándonos de paisajes y caminantes. De ahí, a Ceuta. Visita al CITE, con buenas instalaciones, pero siempre en riesgo de desbordamiento. Estos días se ha evidenciado aún más: hablamos con algunos migrantes “deseando que la justicia y la libertad –como dos alas de una mariposa– se besaran”.También un encuentro con las religiosas Vedruna. Nos preocupaban los asentamientos de familias sirias en pleno centro de Ceuta (había muchos niños, el más pequeño, tan solo de unos 20 días; 18 mujeres –una anciana de 84 años y otra enferma de corazón–; y 31 varones adultos. Una situación humanitaria muy preocupante). Similar a la que sigue denunciando hoy día José Palazón.

Se hizo de noche. Regresé a Tánger. Entré en la capilla de los franciscanos para despedirme. Me quité las sandalias en una Iglesia católica dentro de un territorio musulmán. Como Moisés ante la zarza, me he descalzado los pies. Pero no sé por qué, sentía que lo que me había descalzado había sido el alma. Repase los días. Y descubrí que yo no acompañé al herido Adú, sino que fue él mismo quien movilizó mis pasos y mi alma para tocar su pierna destrozada, abrazarme a sus hombros y a su corazón. Yo fui quien se apoyó en él. No él en mí. Un buen final, ante el Señor, de un viaje entrañable. Con una casa abierta.

Cristo me había invitado a entrar. Santiago Agrelo hizo de portero amable.

Estos días se han cerrado muchas puertas a los migrantes. No las del mar, porque esas son imposibles cerrarlas. Para muchos el suelo ha sido su morada. Y acurrucados y dormidos muchos niños –lanzados y/o atraídos por la manipulación– han buscado volver al hogar soñado. O encontrar uno nuevo.

“Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo

Porque,

Esta es tu casa.

Puedes poner aquí tus cosas./Coloca los muebles a tu gusto./Pide lo que necesites./

Ahí está la llave. Quédate aquí.

Este es el aposento para todos nosotros./Para ti hay un cuarto con una cama./

Puedes echarnos una mano en los campos./Tendrás tu propio plato./Quédate con nosotros.

 

Aquí puedes dormir./La cama aún está fresca,/solo la ocupó un hombre./Si eres delicado,

enjuaga la cuchara de estaño en ese cubo y quedará como nueva./Quédate confiado con nosotros” ( Bertolt Brecht).

Quizás el dramaturgo y poeta alemán había dibujado al “hermano portero” Santiago Agrelo.