Trinidad Ried
Presidenta de la Fundación Vínculo

Transformar las heridas en perlas


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Para santa Hildegarda De Bingen, teóloga de la Iglesia del siglo XII, una de las cuestiones esenciales en relación con el crecimiento espiritual es cómo transformar las heridas o sufrimientos en perlas. De esto depende, según ella, nuestra humanización. Porque nadie está exento de sufrir, pero sí depende de nosotros cómo las manejamos. A veces nos encerramos en la autocompasión y nos estancamos en esas emociones; las reprimimos y las utilizamos para evadir los desafíos. Así, o nos pasamos la vida echándole la culpa a otros por nuestros propios problemas o la hacemos fecunda.



Para esto hay que volver a contemplar las heridas, padecerlas y elaborarlas, lo que puede hacerse en terapia, en acompañamiento espiritual o en la propia relación con Dios. Las heridas, como el arte japonés del Kintsugi, que resalta las grietas de los jarrones de cerámica con oro, no se deben ocultar, sino atesorar y llevar como un recuerdo muy valioso de nuestra vida que, una vez sanadas y transformadas por el amor, pueden ser de gran utilidad también para otros y dar muchos frutos.

La mirada mística de las heridas

Para poder ayudarnos a salir de estos estados de desolación y sacar frutos de ellos, hay que resignificar las heridas y mirarlas como perlas. Eso no es algo que suceda en el momento mismo del sufrimiento. Tampoco la ostra crea una joya al instante de recibir un elemento “intruso” y doloroso dentro de sí. Por lo tanto, observar cómo la naturaleza forma las perlas nos puede ayudar también a sacar los frutos de las propias heridas que podamos haber sufrido y volver a mirarlas con todas las capas de nácar que hayamos podido sumar. Estos son puntos a tener en cuenta en este proceso:

  • Hacer un listado por etapas de vida: igual que una sencilla ostra marina, vayamos recorriendo nuestra historia desde que tengamos memoria y escribamos aquellos momentos o situaciones que nos resulten especialmente dolorosos y/o traumáticos. Un buen signo de ello es que aún, al revivirlo, los ojos se nos llenen de lágrimas o se nos apriete el pecho de angustia. Algunas de ellas pueden ser: el rechazo, el abandono, la traición, la soledad, el abuso, en mayor o menor medida, de acuerdo con nuestra percepción. Habrá un listado para la infancia, otro de la adolescencia, otro de la adultez, de la actualidad o de la forma que te ordene mejor.
  • Identificar cuál fue el daño que esa herida ocasionó: al ingresar un agente extraño a lo que se esperaba en nuestra historia, probablemente hubo algo que se perdió o algo que se produjo que nos causó mucho dolor. Por ejemplo, al perder a un hermano, se puso toda la atención en su muerte y se me descuidó como niño/a y sentí mucho abandono. Es muy relevante definir el relato de cómo nos afectó personalmente cada situación ya que la sensibilidad es diferente en cada cual y la relación con cada miembro de la familia es muy diferente. Por ejemplo, frente al mismo hecho, una persona puede haber sufrido mucha presión y exigencia y otra haber sido absolutamente ignorada.
  • Reconocer luego las capas iniciales con que tapamos el sufrimiento: frente a la intensidad del dolor, muchas veces sin tener otros recursos, acudimos a lo que pudimos pero que no nos permitieron sanar, sino solo continuar. Son las máscaras del ego que cumplen su objetivo de permitirnos sobrevivir y desarrollar habilidades que nos visten y protegen de sufrir más o exponer nuestra vulnerabilidad. Por ejemplo, hacernos invisibles para que nadie nos note y nos pueda hacer sufrir por existir o disentir.
  • Volver a mirar la herida con el paso de los años y ver cuánto bien se acumuló a su lado: esto exige un gran corazón, amplitud y, sobre todo, una mirada trascendente y de fe que permita reconocer cómo ese dolor nos conectó con personas, lugares, ideas, creencias, objetos o relaciones que pasaron a ser muy significativas en nuestra identidad. Por ejemplo, cómo, gracias al abandono de mi mamá, me pude acercar mucho a la Virgen María y hoy es un pilar en mi vida. Así también puedo observar cómo el vacío o bulto que produjo la herida en mi ser permitió desarrollar capacidades que nunca habría desarrollado sin ese dolor. Por ejemplo, cómo mi anhelo de ser invisible me hizo profundamente observadora, intuitiva y captadora de las almas de los demás.
  • Completar la lista con todo lo que nos dio a lo largo de la vida: contrastar cada herida con lo que se generó de bueno a su lado es un ejercicio que bien nos puede ayudar a ver lo que dimos por obvio, pero que no pudimos sentir y gustar por el dolor. Si estamos vivos y erguidos hoy, seguro que hubo mucho más amor que sufrimiento, y mirarlo en retrospectiva no solo es justo ante Dios y los que nos socorrieron, sino que infla el corazón de gozo por saberse sostenido.
  • Atesorar lo que se es hoy gracias a esa perla y lo que proveyó: tomar conciencia de cuánto bien trajo el dolor, cuántos frutos produjo y cuánto ensanchó el corazón, no merma el sufrimiento ni menos lo borra, pero sí le da un contexto y una fuerza que permite sobrellevarlo. De algún modo, se puede empezar a recuperar la dignidad y el amor propio que el sufrimiento y la desolación nos quiso arrebatar y se puede compartir con humildad con los demás para ver si les puede ayudar.
  • Coleccionar perlas: En la medida en que vamos afinando el ojo, podemos comenzar a ver que estamos hecho de miles de pequeñas y grandes heridas que nos permitieron crecer y fortalecer nuestra identidad, desplegando todo nuestro potencial. Lo importante es reconocer que superarlas jamás fue por mérito propio o por voluntad, sino que Dios mismo se fue encarnando en miles de formas y personas para mediar el infinito amor que necesitábamos para reparar lo que dañaba nuestra fragilidad humana con su libertad.

Un sacerdote acoge con una abrazo a un feligrés en medio de una iglesia vacía

No dejarán de doler

Las perlas no dejarán de doler de vez en cuando, como cuando duelen los huesos porque va a llover (aunque digan que es solo una casualidad y no una causalidad), pero las podremos compartir a los demás y ser todos más ricos al final. Al reconocer las propias perlas y la de los demás, somos conscientes de nuestra hermandad, de cómo nos acompañamos en el peregrinar y cómo éstas adquieren sentido si le sirven a alguien más a aliviar su dolor. Eso fue lo que vino a hacer Jesús al encarnar. Él tomó todas las “heridas” posibles de la humanidad y las fue transformando en perlas y urdiendo como un verdadero collar para hacernos evidente que ninguna de ellas nos puede matar si la confiamos a Dios y la atravesamos con humildad.

El Señor sacó frutos de todas las heridas que recibió desde su más tierna infancia hasta la muerte en cruz; dio hasta su última gota de sangre para demostrarnos que, sobre todo mal, estupidez, ignorancia o fragilidad humana, el Amor todopoderoso de Dios es superior y puede vencer hasta la misma muerte y darle resurrección. Todas sus heridas literales y del alma se conservaron en su cuerpo resucitado para hacernos presente que nosotros también podemos resucitar de todo sufrimiento y agonía y partir de nuevo.

Fuerte y fe

Solo habrá que tener la fuerza y la fe para soportar la agonía de la cruz, pasar por la muerte, soportar la desesperanza del sepulcro, pasar por el miedo y la incertidumbre total, esperar que se dé proceso interno de “amortajar” lo que tiene que morir, para luego darle el pase a Dios mismo con todo su poder para que nos levante y resucite. Jesús es el camino, solo debemos seguirlo.