“Las comunidades no son inmunes al machismo. Al contrario…”. La afirmación, pronunciada con su habitual energía, no ha desanimado a Patricia Gualinga, una de las voces más reconocidas de la resistencia amazónica. A comienzos de los años 2000, el avance de las concesiones petroleras en Ecuador y en el territorio de su pueblo –los sarayaku– la llevó a ponerse en primera línea.
Aún no había cumplido los treinta años y era directora de la oficina regional de Turismo. Patricia Gualinga dejó su trabajo y la ciudad para unirse a la lucha no violenta que, en 2012, llevaría a la Corte Interamericana de Derechos Humanos a condenar al Estado ecuatoriano, obligando a Quito a dar marcha atrás. Con aire de princesa indígena, mirada firme y larguísimos cabellos negros, trece años después sigue luchando por Kawsak Sacha, la selva viviente y todas sus criaturas.
Lo hace como vicepresidenta de la Conferencia Eclesial de la Amazonía (CEAMA) y como representante permanente en el Foro de las Naciones Unidas sobre Cuestiones Indígenas. Por su compromiso ha sufrido ataques y amenazas que la obligan “a tomar algunas precauciones más”, dice restándole importancia. “Somos una familia de luchadores, los Gualinga”, sonríe. Sus padres fueron activistas, al igual que su hermana Noemí y sus sobrinas Helena y Nina. Pero Patricia tuvo un vínculo especial con su padre, Sabino, chamán y primer catequista y ministro de la Palabra Sarayaku.
“Fue un maestro de vida y de fe. Me enseñó que no existe conflicto entre la tradición indígena y el Evangelio. Hay un solo Dios, Padre y Creador, como nos enseña Jesús. No podemos verlo, pero está presente en todas las cosas, empezando por la naturaleza. Esta última no es una divinidad, ni lo son los ríos, la tierra o los árboles. Mi padre, como chamán, a través de los sueños y las visiones, lograba comunicarse con el bosque y aliviar los sufrimientos de los enfermos, del cuerpo y del espíritu. Nunca se confundió: Dios –sabía y nos repetía– trasciende todo y a todos”.
PREGUNTA.– Mujer e indígena. Usted ha tenido que enfrentarse a un doble prejuicio para convertirse en una líder respetada dentro y fuera de su comunidad. No debe de haber sido fácil…
RESPUESTA.– No, fue muy complicado lograr que me escucharan. Como decía, incluso entre los pueblos indígenas existe una fuerte desconfianza hacia los liderazgos femeninos. Se pesa a las mujeres en una balanza calibrada sobre la perfección. Con los hombres no ocurre lo mismo. A nosotras se nos exige ser y dar siempre el máximo, no se nos perdona el más mínimo error. En mi caso, me favoreció venir de una familia “fuera de lo común”: generaciones y generaciones de activistas. Tuve el apoyo de mis padres, y eso fue determinante.
P.– ¿Cree que lo femenino está de algún modo asociado a la naturaleza?
R.– Las mujeres tenemos una sensibilidad especial para “sentir” al otro. Eso nos hace más abiertas, más receptivas desde el punto de vista espiritual. Y nos ayuda a conectarnos más fácilmente con la naturaleza.
P.– ¿Cómo se logra “conectarse” con la naturaleza?
R.– Como pueblos indígenas tenemos “canales”, pequeñas “puertas” que nos permiten asomarnos al bosque y a sus criaturas. Pero no garantizo que funcionen con los occidentales (ríe)… El principal medio son los sueños. A través de su interpretación podemos entender lo que la naturaleza quiere decirnos. Por ejemplo, si soñamos con un recién nacido, sabemos que es la forma en que nos habla la yuca, el alimento principal de los sarayaku. Si el bebé dice “mamá”, es una señal de que la cosecha está creciendo bien. En cambio, si llora o está triste, significa que hay algún problema en la tierra o en la siembra.
Las aguas de los ríos se manifiestan en los sueños como personas adultas y pueden hacernos comprender dónde conviene pescar o dónde es mejor no hacerlo debido a la contaminación. No todo es claro ni matemático. Los sueños deben analizarse e interpretarse. Los chamanes aprenden a hacerlo a través de una vida de estudio, disciplina y sacrificio –por ejemplo, no pueden casarse hasta estar completamente formados–, para afinar los sentidos y percibir incluso cuando la naturaleza apenas susurra. Y ayudan a los demás a hacerlo. Me refiero a los verdaderos chamanes.
P.– Su pueblo cree que todos estamos conectados por lazos invisibles. ¿Qué significa eso?
R.– Los ecosistemas están vinculados entre sí por lazos que la mirada común no percibe. A través de esos canales imperceptibles fluye la energía espiritual que los regenera continuamente y mantiene el equilibrio de todo. Lo hemos dicho siempre, pero nadie nos escuchaba. Ahora, sin embargo, la ciencia empieza a estudiar las conexiones entre plantas, aguas y entornos.
P.– ¿Y cuando uno de esos lazos se rompe?
R.– La vida empieza a morir, porque la fuerza regeneradora deja de fluir con facilidad. Y comienzan los desequilibrios: la Amazonía corre el riesgo de transformarse en una sabana, las montañas se erosionan, los ríos se secan. Los lazos que nos unen son como una telaraña: si se rompe uno, todo el diseño se destruye. A menos que la araña vuelva a tejerla. Eso requiere tiempo, mucho tiempo. Y el planeta ya no lo tiene.
P.– ¿Qué espera de la cumbre de la ONU sobre el Cambio Climático (COP30)?
R.– Espero que la Amazonía sea reconocida como sujeto jurídico. Ese es el sueño que muchos delegados de los pueblos originarios llevaremos a la cumbre, donde estamos decididos a suponer una influencia real.
P.– ¿Qué es ‘Kawsak Sacha’, la selva viviente?
R.– No es un modelo diseñado en un despacho. Es una propuesta de protección de la Casa común que el pueblo sarayaku ha desarrollado a lo largo de su historia ancestral. Pedimos que ciertos lugares cruciales sean reconocidos como sujetos jurídicos, y que no puedan ser explotados por el mercado, ni nacional ni internacional. Además, su protección y conservación deben confiarse a quienes los han cuidado desde siempre: los pueblos indígenas.
P.– ¿Cree que las sociedades occidentales están preparadas para escuchar su propuesta?
R.– Nunca lo han estado. Sin embargo, el momento actual es crítico. No existe un “planeta B”. Frente a la catástrofe inminente, los pueblos indígenas vuelven a ofrecer lo más sagrado de su cultura: la interconexión entre los seres vivos. Si el resto del mundo insiste en negarse a escucharlos, el resultado será el desastre. Los occidentales deben abrir su mente, prisionera de un exceso de racionalidad, para comprender que son parte de la naturaleza, y que destruirla equivale a autodestruirse.
P.– ¿La escuchan ante las Naciones Unidas?
Bueno… como formo parte del Foro Permanente para las Cuestiones Indígenas, están obligados a escucharme. Se me ha brindado una oportunidad importante para llevar la voz, no solo del pueblo sarayaku, sino de todos los pueblos indígenas de América Latina, al escenario global.
P.– ¿Y la Iglesia católica? Durante el Sínodo sobre la Amazonía, usted –que participó en él– la invitó a escuchar. ¿Lo está haciendo?
R.– Creo que sí. Soy vicepresidenta de la Conferencia Eclesial de la Amazonía (CEAMA), que es uno de los frutos del Sínodo. Durante la Asamblea hablamos de la importancia de que la Iglesia desinvierta en aquellas estructuras económicas que destruyen el medio ambiente, y lo está haciendo. El proceso continúa. No tan rápido como quisiéramos, pero avanza. Creo que todo sucede a su debido tiempo, que es el tiempo del Creador, no el nuestro.
P.– Al igual que sus padres, es católica. Y como ellos, une la cultura y la espiritualidad indígena con la fe en Cristo.
R.– Lo repito: no hay contradicción. La espiritualidad indígena se ocupa de lo que está dentro de la naturaleza. La católica mira hacia lo trascendente. La unión entre estos dos “universos” nos ayuda a crecer como indígenas y como católicos. Como indígenas, porque sentimos aún más sagrada la casa común, al reconocerla como un don del Padre. Y como católicos, porque nos comprometemos a proteger la Creación que Dios nos ha confiado.
P.– Su compromiso con la Amazonía le ha traído críticas, incomprensiones e incluso amenazas de muerte. ¿La fe la ha ayudado?
R.– La fe me ayuda cada día. En los momentos de dificultad, rezo al Espíritu para que me infunda paz y valentía. Y para reencontrarlas, me sumerjo en la naturaleza, llena de su fuerza vital.
P.– Si tuviera que aconsejar a una mujer occidental, preocupada por el planeta, por dónde empezar para convertirse en agente de cambio, ¿qué le diría?
R.– Le diría que trate de ver la naturaleza desde otra perspectiva. Nos han enseñado que todo es mercado, pero eso no es verdad. El dinero es necesario para vivir, sí, pero hay cosas que no pueden comprarse ni venderse. La Casa común es una de ellas. Para “sentirlo” de verdad, no solo entenderlo racionalmente, debemos reconectarnos con los árboles, el agua, los animales, el cielo.
*Entrevista original publicada en el número de noviembre de 2025 de Donne Chiesa Mondo.