Una casa en medio de una guerra

“Cuando mi hermano me contó la historia de Dasha, una joven ucraniana de 18 años con la que mantenía contacto para mejorar su inglés, no pude más que decir: ‘Tenemos que hacer algo. No podemos quedarnos parados’”. Esta conversación de hace tan solo unas semanas –la guerra en Ucrania había comenzado tres días atrás– ya ha cambiado la vida de Mariam Fernández, profesora en los ciclos de Administración de Formación Profesional Básica del Colegio Salesiano San José, en el popular barrio de Pizarrales en Salamanca.



Por sus aulas estos años ha visto pasar muchas historias personales de fragilidad y vulnerabilidad entre quienes se han visto excluidos del sistema educativo o todavía no les ha llegado la oportunidad necesaria para aprender a volar o lo han hecho antes de tiempo.

Esta actitud acogedora la ha fraguado entre las religiosas Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús o las jesuitinas, donde se formó en Salamanca, o en el conocido colegio de la Inmaculada fundado en 1953 por el carismático sacerdote Juan Trujillano González en Armenteros, un pueblo salmantino donde tuvo su primer trabajo. Por ello, apenas dos semanas después de que comenzara la invasión rusa, dos familias ucranianas llegaron a Salamanca y los menores ya están escolarizados y acuden a los grupos juveniles salesianos.

La familia conocía a Dahsa, una joven estudiante del primer curso universitario de Ingeniería Informática en la universidad local, en Jmelnistsky, una ciudad ubicada en la parte occidental de Ucrania, y cuya importancia estratégica es clave por su central nuclear, construida después del desastre de Chernobyl, que abastece de energía a todo el país.

Rumbo a la frontera

Desde España, cuando conocieron a su madre, Galya, y a sus dos hermanos -Nazar y Mark-, vieron que no podían dejarles abandonados. A ellos sumaron a una prima de su madre  -Inna- con su hijo pequeño -Volodar-, que tuvieron que abandonar la ciudad dejando allí sus maridos y poner rumbo a la frontera con Rumanía. Desde entonces, los mensajes del móvil serían su rumbo a la acogida en España.

A partir de los movimientos y contactos de alumnos del colegio salesiano, la profesora llegó a una joven ucraniana, Anastasia, que estaba en Salamanca e hizo de enlace en los momentos en que la barrera del idioma comenzaba a convertirse en un problema.

Mientras, en la salida de Ucrania, las dos familias contaron con el apoyo de la Iglesia ortodoxa ucraniana, a la que pertenecen. Gracias a la propia comunidad cristiana encontraron algunos alojamientos en Rumanía y Alemania por donde transitaron, teniendo entre medias que vivir la experiencia de un campo de refugiados.

Salir con lo puesto

Allí Galya se dio cuenta que ni siquiera había cogido sus gafas. Tras 45 kilómetros, recorridos en 12 horas, llegaron a Rumanía, y allí les recibieron mientras llegaban con lo puesto. Una vez en Rumanía, relata Dasha, “recibimos la noticia de que ya había sonado la primera alarma aérea en Jmelnitsky y comprendimos que habíamos tomado la mejor decisión”.

Después de un día un día en el coche, lograron acercarse a las inmediaciones del paso fronterizo y se toparon de golpe con una fila de ocho kilómetros de coches. Así que cogieron las maletas y las provisiones, y abandonaron el vehículo para marchar a pie. Allí se despidieron de su padre que de taxista pasaría a convertirse en alguien disponible para el reclutamiento por ser un varón que tiene entre 18 y 60 años, la edad para combatir. También parte de la familia tuvo problemas con la documentación.

Entrar en un campo de refugiados es llegar a una burbuja de intensidad emocional en la que la desinformación sobre los documentos que debían o no firmar generó una ansiedad en la familia. Gracias al acompañamiento de la Iglesia les hicieron propuestas para llegar a Bucarest –la capital rumana, que estaba a 400 km. del campo– y desde ahí llegar a Bielorrusia. Finalmente, apareció la posibilidad de llegar a Alemania al llevar niños pequeños y desde ahí poder volar hasta España.

En el país germánico, a pesar del desconcierto y las muchas dificultades, con gestiones que incluyeron a los salesianos de Múnich y la acogida por parte de dos familias humildes vinculadas a la Cáritas de la Iglesia ortodoxa de Ucrania, consiguieron llegar a Salamanca un sábado por la noche. Era 12 de marzo. Muy lejos de casa, en su tierra quedaban su padre y sus cuatro abuelos, pero lejos también de la violencia y destrucción de la guerra.

La fuerza de la acogida

Ya en España, la acogida que han encontrado por parte de todas las personas que se han encontrado en su camino ha sido algo que les ha dejado totalmente impresionados. Gracias a Cáritas han logrado una vivienda y cuentan en el equipo que las atiende con una religiosa carmelita vedruna, que se ha convertido en un verdadero referente para ellos.

Los más pequeños participan en actividades deportivas gracias al colegio salesiano de María Auxiliadora también en Salamanca, van a un club de judo, están en el centro juvenil salesiano y, en breve, los mayores participarán en un teatro musical, entidades como ACCEM y Cruz Roja han facilitado toda la cuestión documental y de los primeros pasos que deben dar… Por otro lado, amigos, compañeros de pádel o vecinos de la profesora se volcaron todos para poner su granito de arena en la acogida de las dos familias.

Esos contactos prácticamente hicieron posible que las autoridades educativas propusieran que la escolarización se hiciera en el propio colegio salesiano, de tal manera que los menores comenzaran a experimentar el espíritu de familia de las casas salesianas. “Si algo me está enseñando esta experiencia es que la solidaridad existe. Que a la gente le pides algo y te lo da, busca la oportunidad para ayudar. Estoy convencida”, sentencia Fernández.

En este sentido, ya llevan semanas en el colegio de los salesianos de Pizarrales en 4º, 6º de primaria y 4º de la ESO, con el objetivo de “aprender español” y relacionarse con chicos y chicas de su edad. Para ello, el departamento de atención a la diversidad del centro lleva el peso del acompañamiento sobre cómo reconstruir la educación de quien ha dejado a su padre en Ucrania pendiente de que le llamen a combatir; de quien ha cruzado Europa entera pasando por campos de refugiados, viviendas de personas anónimas de buena voluntad; o de quien ha descubierto una Salamanca y un colegio salesiano que es todo acogida.

“Las claves de este proceso que se está siguiendo con estos alumnos recién llegados se basan en una serie de principios básicos pero fundamentales que cuentan con el apoyo de toda la comunidad educativa, desde las familias, los compañeros o todo el profesorado”, destaca Patricia Poveda, una de las orientadoras del centro.

Integración desde el patio

Para Lorena Hernáez, que acompaña alguno de estos procesos, “la escuela se convierte en una plataforma en la que concentrar los esfuerzos en la alfabetización a través fichas adecuadas, atención personalizada o actividades de escucha y concentración. Y todo ello apoyándose en las nuevas tecnologías que van desmoronando la barrera del idioma a través del intercambio de teclados y las traducciones inmediatas”.

Ahora bien, los mayores momentos de integración son el recreo, la convivencia con el resto del alumnado o los tiempos en las actividades deportivas o en el centro juvenil. Precisamente prácticamente su primera experiencia de contacto fue en la asociación juvenil, en la que todos se volcaron en la acogida y los chicos no dejaban de preguntar si podrían volver la semana siguiente.

“Se han integrado bien porque no les hemos dejado en la casa. Nos hemos movido para que puedan hacer una vida como la que podrían hacer mis hijos”, comenta la docente. Por todo esto, los hijos se están adaptando bien, las madres llevan otro peso. La incertidumbre para ellas es muy grande: no saben cuánto va a durar esta situación, cuánto van a estar así.

Queda mucho por hacer

No saben qué va a pasar con sus familias en Ucrania, con sus casas. Lo sabe bien Mariam, quien las ha incorporado a su vida como “unas amigas más a las que ofrecerles nuestro tiempo. Hay veces que solo necesitan tiempo, estar, ayudarles con los trámites. Qué conozcan nuestro sistema”.

“Es cierta la expresión: sí se puede. Hay mucho por hacer. Ahora las instituciones están acogiendo a grandes grupos. Es importante apoyar a estas instituciones y asociaciones. Vienen rotos, con desconfianza. Necesitan apoyo, tiempo, necesitan encontrar personas de referencia fuera de su país, de su hogar, de sus familias”, subraya Fernández, a quien emociona ver cómo sus hijos Ana, de 9 años, y Mario, de 3 años, han integrado desde el abrazo y el juego compartido a Dasha, Nazar, Mark y Volodar.

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