El corazón como categoría filosófica ha despertado poco interés, a pesar de lo que ella implica en la existencia humana. El corazón es el centro. La vinculación del centro con el corazón abre un importante abanico de matices y contenidos que, en el ámbito humano, se relacionan con su naturaleza esencial.
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Representa la interioridad espiritual, los sentimientos más profundos o vividos con mayor profundidad, el fuero íntimo del hombre; y casi podríamos afirmar que son estos significados los que nos son más próximos y no los de origen técnico-científico.
Lo esencial es invisible a los ojos ciertamente, decía Antoine de Saint-Exupéry, pero no al corazón. Y a pesar de que no ha ocupado un papel transcendental en la historia del pensamiento filosófico, hay que acompañar al Papa Francisco cuando afirma que «la filosofía no comienza con un concepto puro o una certeza sino con una conmoción», quizás el asombro del cual nos habla Platón.
El corazón implica, como hemos afirmado, interioridad espiritual, justamente lo que este mundo moderno ha abandonado progresivamente. Muy a pesar de que en él se armonizan y conjugan intelecto y voluntad, apetitos y sentidos, emociones y pasiones, es, por si fuera poco, sede del alma y sus potencias; cuna de la inteligencia, del conocimiento, de la razón, del pensamiento, la memoria y la atención.
Todo eso quedó reservado para la menospreciada poesía, pues, al parecer, para la conquista del universo externo no eran necesarias, más bien, resultaban estorbos, cadenas que esclavizaban, cuando no, sencillamente giros de superchería ignorante.
Una filosofía del corazón
Hablar de filosofía es hablar de comprensión y comprender es, en efecto, un acto de amor. No se puede comprender a otro sin una dosis de apertura y de negación de uno mismo. El problema es que, históricamente hablando, las sociedades occidentales han caracterizado a las emociones, el amor de manera particular, en contraposición a la racionalidad como algo vacuo. Vacuo y, muchas veces, hasta sospechoso. Ahora bien, No puede haber ciencia sin conocimiento.
Ahora bien, no puede existir conocimiento sin amor. El conocimiento se construye desde el ser que siente, desde el ser sentido. Sentido como verdad encarnada que brota a partir de una sociología de la caricia, un logos afectivo, y el logos es el soplo divino que nos traspasa comunicándonos con la trascendencia.
La filosofía nace del asombro, es decir, de una experiencia sensible. La experiencia sensible es el puente que conecta al ser humano con la realidad dentro de la cual está inmerso, en cuanto a que es ella quien lo constituye como ser y, –por si fuera poco– se transforma en fundamento de toda posibilidad de conocer y de pensar.
Entramos así en ese hermoso juego ontológico en el cual el ser que somos solo puede existir íntegramente con lo que nosotros no-somos. Esto ya lo exploraba Heidegger cuando refería que el ser está constituido por el ser-con, ser-en, ser-para y ser-por, ya que no hay otra manera de existir y que tener conciencia de ello en nuestra mismidad implica comprender sobre qué base se sostiene la experiencia sensible.
Volver al corazón
La Carta Encíclica Dilexit Nos invita al hombre a volver al corazón, es decir, volver al centro de su ser, a su interioridad espiritual. Al ver la situación del mundo actualmente, se hace más que evidente la necesidad de que los seres humanos conectemos con una nueva experiencia de interioridad.
Antonio Pérez Esclarín, pedagogo venezolano, une su voz a la de San Agustín para pedir que volvamos al corazón y renunciemos a continuar divagando por estos caminos de soledad y errancia que nos abrió la modernidad. Un camino que describe nuestro destierro de nosotros mismos y que ha tejido una poderosa red de confusiones y espesuras donde nos hallamos tropezando y sin sentido, cada vez más alejados de nuestra identidad. Un camino por el cual muchos están interesados en que el hombre siga transitando.
Volver al corazón significa abrirlo a la experiencia del amor para que el hombre descubra, en primera instancia, el valor de su ser y, como consecuencia de ello, el valor del ser del otro y de toda la Creación. Hablamos de un cambio antropológico que transforme la realidad. Un cambio antropológico que brote del conocimiento íntimo de Cristo que es, como sabemos, el corazón del corazón. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor del Colegio Mater Salvatoris. Maracaibo – Venezuela