Tribuna

Un plan para resucitar la Iglesia, por el cardenal Baltazar Porras

Compartir

A veces me pregunto si cuando pensamos en resucitar, con su lastre de muerte, evocamos planificar con la convicción interior de una respuesta organizativa, sin que haya que tener en cuenta el pasado, sea porque la memoria es “peligrosa” y cuesta pedir perdón, sea porque los tiempos son otros, y las exigencias de la Iglesia parecieran no estar a la altura del momento. A la mano está un ejemplo: en medio de la pandemia del COVID-19 han surgido tantas informaciones y propuestas contradictorias, que es difícil separar el trigo de la paja, en este poliedro entrecruzado de ciencias y creencias, de estadísticas y de plazos, asomando incluso culpabilidades, pero sin muertos con “rostros” y sin proyectos concretos.



Han sido muchas las epidemias, catástrofes naturales, guerras absurdas y abusos sin razón que han afectado a la humanidad entera o a vastas regiones del mundo. Han dejado huellas que el olvido se ha encargado de borrar sin hacer mucha mella en el comportamiento de las sociedades. Algo muy distinto del programa propuesto por un pensador cristiano de un equilibrio entre “memoria feliz”, “historia desgraciada”, “olvido valeroso”, “perdón generoso” como síntesis de verdad, justicia y reconciliación. En los tiempos actuales funciona “la cultura del descarte”, en palabras de Francisco, que deja fuera de la atención global, las increíbles muertes ocasionadas por guerras fratricidas, enfermedades que azotan a poblaciones enteras, miles de muertos diarios por desnutrición, hambre, reprimidos en sus libertades y derechos, ahogados en los mares intentando atravesar fronteras infranqueables por el rechazo de los que viven bien o se crispan en el poder por la fuerza y sin autoridad. Esas cifras se conocen pero no se publicitan, no interesan, o mejor es taparlas con la indiferencia de quienes deben prender las alarmas del respeto a la vida de todo ser humano.

La Iglesia siempre en resurrección

Si la Iglesia es “Semper reformanda” como señalan desde hace siglos los santos padres, es porque “resucita” continuamente a la vida, a ejemplo y por la virtud de una gran memoria actualizada, particularmente en estos días: la de Jesús muerto y resucitado por nosotros en el Espíritu. En consecuencia, hay que poner la lupa en el discernimiento permanente para cotejar si lo que hacemos está en consonancia con la fe y los tiempos, o se trata, de dar satisfacción a lo que ya tenemos como definitivo en nuestras mentes.

En efecto, la Iglesia, a pesar de sus deficiencias, contradicciones, y de las virtudes acumuladas, que no son pocas, “conviene que no ignore la tremenda importancia que tiene una cultura marcada por la fe, porque esa cultura evangelizada, más allá de sus límites, tiene muchos más recursos que una mera suma de creyentes frente a los embates del secularismo actual” (EG 68).

¿Cómo resucitar, pues, la Iglesia, qué plan poner en marcha? Un primer acercamiento a los que nos llamamos creyentes me lo evoca la reciente muerte de Juan de Dios Martín Velasco al repasar algunos de sus pensamientos, que son más bien relatos de su vida, experiencias de su formación, pero sobre todo vivencia de la fe con la comunidad parroquial en la que compartía su gran saber. ¿Cómo ser cristiano auténtico, místico? Uniendo la fe con la vida cotidiana. Ver a Dios no como una idea o un ideal moral, sino como la presencia que anima nuestra vida y no solo por el cumplimiento de unos ritos o unas normas. Tomar conciencia de la presencia de Dios en nosotros y de la respuesta creyente a esa presencia, por la práctica del amor de Dios, a través de la oración y la contemplación, viviendo creyentemente los acontecimientos de la vida cotidiana. Añadía, que los frutos se palpan en la manera como aquella gente sencilla asumía su vida diaria y su fe. Quizás el primer plan que debemos promover para resucitar, es el de propiciar creyentes enamorados de Jesús, para actuar como Pablo: “Lo que quiero es conocer a Cristo, sentir en mí el poder de su resurrección y la solidaridad en sus sufrimientos; haciéndome semejante a él en su muerte, espero llegar a la resurrección de los muertos” (Fil 3, 10).

Esa vida cotidiana del creyente, con todo, no es algo íntimo e individual. Se forja y expresa en las estructuras sociales, y en las instituciones internacionales dentro de las cuales nos movemos los humanos. La vocación testimonial y profética, de cada uno como bautizado y de la Iglesia como institución, cuestiona el desorden establecido “y alienta” los sueños de conversión, de “iglesia en salida”, de recreación del orden humano, económico, social, político y cultural. Lo inédito de la situación presente se expresa, también, en la ocasión privilegiada para “tocar fondo” en cuanto a “existenciales imprescindibles”: bondad de la creación, presencia insoslayable de la finitud y del mal, apuesta decidida por la primacía de la persona en comunión con sus semejantes, necesidad perentoria de “pararnos en seco”, replantear fundamentos y finalidades, pero sabiéndonos “herederos”, para bien y para mal; no somos “creadores ex nihilo”, sino administradores lúcidos, críticos, responsables y “parteros” de un futuro mejor acogidos a un “plus misterioso de bondad”.

¿No es acaso todo lo anterior lo que el papa Francisco está proclamando a los cuatro vientos desde que llegó a la sede de Pedro? Sus palabras y gestos son, a veces, molestos, porque cuestionan, a fondo, lo que creemos inmutable y el polvo del camino nos aletarga y enquista en valores que no son auténticamente cristianos. Francisco, con su alforja de hijo de San Ignacio y del “continente de la esperanza”, invita a “frecuentar el futuro”, a vivir como centinelas para “olfatear” el devenir de la historia, sin dejarnos atrapar por las nostalgias del pasado ni por las contradicciones del presente.

Releer sus documentos, con espíritu abierto y cordial, es imperativo de la condición de cristianos. A lo que debemos sumar sus gestos, muchos desconcertantes pero con una carga simbólica cuestionante, poniendo en el centro a la periferia, a los pobres y descartados. En estos días, sus apariciones en medio de la pandemia, transido por el dolor y la muerte de tantos inocentes, pero redimiendo el aislamiento con silencio y soledad elocuentes y compasivos, han sido como bocanadas de aire fresco, llenas de sueños y visiones de cambiar el mundo, para bien de todos. Después del Covid-19 el mundo es, deberá ser otro. Tarea gigante a asumir con coraje, si lo hay, para que el mundo sea más justo y fraterno. Es la mejor manera de resucitar, no solo la Iglesia, sino los poderes del mundo, para que no destruyamos la obra de la creación que desde los inicios Dios vio que era buena.

Lea más: