Tribuna

Teología de la liberación: de nuevo en la plaza pública

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La Teología de la liberación celebra medio siglo de una rica trayectoria. Desafortunadamente, sus pioneros (Juan Luis Segundo, Hugo Assmann, José Comblin, Ignacio Ellacuría…) fueron dejando el escenario, pero sin que su osadía haya perdido sentido o importancia. Hay brasas bajo las cenizas y está más viva de lo que uno podría imaginar.



Viva, no solo en la memoria de un rico pasado, sino, sobre todo, en continuar siendo en el presente el “momento segundo” de la “reflexión de la praxis de la fe” de las comunidades eclesiales, insertas proféticamente en el corazón de una sociedad de crucificados. En el contexto actual de crisis de la modernidad y de un proceso gradual de “involución eclesial” a lo largo de tres décadas.

Aunque en estos cincuenta años las prácticas liberadoras, tanto sociales como eclesiales, hayan tenido un reflujo, siguen estando presentes en la militancia de tantos que persisten en esperar contra toda esperanza. Como bien advirtió Leonardo Boff, “la liberación es un ideal no de los vencedores, sino de los vencidos; un movimiento de resistencia en el exilio”.

Afortunadamente, vivimos un nuevo momento eclesial muy esperanzador para la Teología de la liberación, propiciado por tres eventos principales:

  • la Conferencia de Aparecida (2007), que rescató el Concilio Vaticano II y la tradición liberadora de la Iglesia en América Latina y el Caribe;
  • la renuncia de Benedicto XVI, en gran parte consecuencia del agotamiento de un proyecto de evangelización tributario de la neocristiandad, vigente desde el pontificado anterior;
  • y la elección de Francisco, quién retomó la renovación del Vaticano II, en la perspectiva de su “recepción creativa” (Jon Sobrino) en América Latina.

Es un giro inesperado, que deja perplejos a la mayoría, a otros entusiastas y a los segmentos conservadores y tradicionalistas en abierta oposición.

Hasta la década de 1960, la Iglesia en América Latina era una “Iglesia espejo” de Europa, sin rostro ni palabra propia. El rostro le fue dado por las prácticas de los cristianos en perspectiva liberadora, en las Comunidades Eclesiales de Base y en la pastoral social, inspiradas en la lectura popular de la Biblia y en el testimonio de los mártires de las causas sociales.

La palabra propia viene de la Teología de la liberación, la primera teología en la historia de la Iglesia, no solo diferente de la única teología del centro, sino también gestada en la periferia de la Iglesia y la sociedad, desde el reverso de la historia. Esta nueva teología, minimizada en la instrucción Libertatis nuntius (1984) y reconocida en Libertatis conscientia (1986), Juan Pablo II –en una carta a los obispos de Brasil en 1986– la calificaría como una teología “no solo oportuna, sino útil y necesaria” para toda la Iglesia.

Pobres y liberación

Dos aspectos fundamentales caracterizan el perfil de la Teología de la liberación. El primero fue señalado por Hugo Assmann: ante una sociedad fundada en la injusticia institucionalizada, toda y cualquier teología que pretenda ser cristiana debe asumir la opción por los pobres como perspectiva de su discurso, so pena de caer en el “cinismo”.

El segundo aspecto fue tematizado por Juan Luis Segundo: la Teología de la liberación como la “liberación de la teología” de la ideología. Históricamente, el cristianismo y su teología contribuyeron a la dominación, pero necesitan apoyar la liberación. Si la teología no sirve para liberar al pueblo, no sirve a la Iglesia; es la sal la que ha perdido su fuerza.

El primer esbozo de la nueva teología salió a la luz con la obra pionera de Gustavo Gutiérrez: Teología de la Liberación. Perspectivas, publicada originariamente en Perú, en 1971, hace ahora 50 años, El ensayo tuvo el mérito de transformar el concepto de “liberación” en una óptica fundante de un sistema teológico. La teología naciente se auto-comprendía no como una teología del genitivo, en la que la liberación es un tema, sino que constituye una óptica desde la cual se lee la globalidad de la Revelación.

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