Tribuna

Solo hay futuro para mí si hay futuro para todos

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Corría el mes de julio de 1940 cuando María Zambrano, en su época de destierro entre Cuba y Puerto Rico, comenzaba a escribir un artículo que años después daría nombre a un libro: “La agonía de Europa”. En él, Zambrano reflexionaba profundamente sobre la crisis del mundo occidental y las causas de esa agonía, sin dejar de perder una esperanza anclada en planteamientos trascendentales. Han pasado 80 años y, tampoco hoy, Europa, ni Occidente, ni el conjunto de la humanidad, viven sus mejores momentos.



La globalización ha hecho que no haya parte del planeta donde el dolor de un miembro del ‘cuerpo mundial’ no repercuta en otro. Sólo hace falta abrir un periódico, ver un informativo en televisión, leer un rato algún blog en Internet o consultar las redes sociales para ser conscientes de que muchas cosas no van bien. Corrupción económica y política, guerras que no acaban, injusticias difíciles de explicar sin fácil solución y ahora la pandemia del COVID-19, cuyas consecuencias todavía no alcanzamos a vislumbrar. Por todo ello, no son tiempos fáciles, como tampoco lo han sido otros periodos de la historia, de los cuales también tenemos que aprender.

El alma del mundo

En “La agonía de Europa”, la filósofa malagueña hace una afirmación que ya tenía sentido entonces y lo sigue teniendo para nosotros hoy: “Hay un personaje que siempre ha fascinado a las mentes europeas, y que, por el lugar geográfico de su nacimiento, no es propiamente un europeo. Y ello mismo servirá a Europa. Este gran hombre es san Agustín. Su vida, hecha transparente por las Confesiones, nos ofrece, en su concreción personal, el tránsito del mundo antiguo al mundo moderno. Sus Confesiones, en verdad, nos muestran en estado de diafanidad el doble proceso coincidente de una conversión personal que al propio tiempo es histórica. La Historia misma se confiesa en él. Pues lo que cambia no es tanto el alma de san Agustín, sino el alma del mundo antiguo que se convierte en el nuevo. Es una conversión histórica o, si se prefiere, la salida de una crisis, de la crisis en que el mundo antiguo muere para pervivir, es cierto, pero en otra forma”.

Agustín, a través de sus escritos, nos hizo llegar su concepción de la historia, su ideal de vida, su proyecto para Occidente, fundamentado en la identidad y la interioridad: “No vayas fuera, entra en ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad”. (De Vera Religione, 39, 72) Quizás sea esta una de las claves para el momento actual de crisis, de agonía, de incertidumbre. Hoy, más que nunca, es necesario aprender a desaprender para reaprender. Para ello, sólo uniendo fuerzas, trabajando unidos, apuntando a objetivos comunes será posible vislumbrar luz y esperanza. Porque sólo hay futuro para mí si hay futuro para todos.

Aviva tus raíces

El 9 de noviembre de 1982, desde Santiago de Compostela, San Juan Pablo II se dirigía a Europa con “un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No te enorgullezcas por tus conquistas hasta olvidar sus posibles consecuencias negativas. No te deprimas por la pérdida cuantitativa de tu grandeza en el mundo o por las crisis sociales y culturales que te afectan ahora. Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo. Los demás continentes te miran y esperan también de ti la misma respuesta que Santiago dio a Cristo: «lo puedo».”

Decía san Agustín en su obra ‘La devastación de Roma’ que “una ciudad está en sus ciudadanos, no en sus murallas”. Y, ciertamente, es necesario derribar aún muchos muros para que las personas estén en el centro de interés. Por eso, hoy se hace necesario educar en un humanismo solidario, educar en la ciudadanía global, que ponga en el centro a la persona, imagen de Dios. Desde ahí, desde el interior de ese valor supremo resurgirá la identidad, resurgirán los valores, resurgirán las prioridades y los proyectos humanizadores para ese mundo mejor que todos queremos.