Tribuna

¡Mirad los lirios del campo!

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Las enfermedades, con su cortejo de sufrimiento, han acompañado la historia de la humanidad. Con el avance de la medicina muchas fueron derrotadas, pero siempre hay nuevos flagelos que amenazan la vida humana: pandemias, guerras, conflictos políticos, injusticias y enfermedades psíquicas. Son inherentes a la condición humana. Parecen un mal incurable. El peor mal que nos puede afectar y que, por lo tanto, asusta a todo el mundo.



Las enfermedades y las heridas parecen contradecir las grandes expectativas creadas por el progreso científico y por el control de la naturaleza en el siglo XX. Se creía que la ciencia resolvería todos los problemas de la humanidad, incluida la enfermedad. Sin embargo, a pesar de los avances médicos, el hombre sigue siendo presa fácil de muchas heridas, que constantemente nos acechan y no nos dejan olvidar el dominio de la muerte.

En una sociedad de bienestar y disfrute ilimitado de la vida, las personas parecen no esperar ni estar preparadas para la enfermedad, el sufrimiento o la muerte, especialmente cuando ocurren en edades activas. Abren heridas dolorosas y provocan profundos dramas que afectan a muchas familias.

Si Dios es el autor y Señor de la vida humana, ¿qué respuesta da la religión a la enfermedad, qué remedio presenta contra las heridas de la humanidad? Los enfermos buscan, por todos los medios y caminos, la cura. La enfermedad siempre cuestiona la fe.

¿Qué remedio ofrece la fe cristiana?

Jesús anuncia el Reino de Dios por la predicación del evangelio y muestra el Reino presente a través de los signos que realiza, liberando a las personas de las alienaciones y males que las disminuyen y afligen. No solo realiza curas físicas, ni apenas milagros visibles que impresionen. No menos importantes, y quizás más hermosos, son “los milagros sin milagro”, los encuentros con personas corrientes a quienes Jesús transforma y les confiere una nueva existencia.

Hay milagros todos los días. Los milagros no son cosas extraordinarias. El milagro es lo que puede nacer de nuestras manos. Un milagro es cuando logramos transformar el dolor en amor, la soledad en presencia, el fallo, el fracaso y la amargura en un lugar de consuelo para los demás. “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber”, es decir, es en la medida en que nos convertimos en cuidadores de la humanidad herida, que percibimos el milagro de Dios en nuestra vida.

La verdad es que hay momentos en que no escuchamos a Dios, parece que Él se ha eclipsado a sí mismo, y que lo que estaba seguro, se deshizo. Sucede que nuestra humanidad está expuesta a la desnudez, al sufrimiento, a las manos vacías. Jesús no nos explicó el sufrimiento. Entretanto, vivió el sufrimiento, y vivió para abrazarnos en las horas de nuestro sufrimiento, vivió para ser solidario con nosotros. En el dolor de Jesús encontramos nuestro propio dolor. En las palabras del filósofo francés, André Neher, “Dios se retira al silencio, no para evitar al hombre, sino, al contrario, para encontrarlo; es, sin embargo, un encuentro del Silencio con el silencio”.

lirios

En el Evangelio de San Mateo encontramos un pasaje estupendo: “Mirad los lirios del campo”. ¿Por qué los lirios del campo? Porque ellos pueden crecer en cualquier lugar y en cualquier momento. En otras palabras, cualquier situación es una oportunidad para florecer. Lo que pasa es que muchas veces nuestros ojos están atados a nuestros zapatos.

Al primer hombre, padre de todos los creyentes, Abraham, Dios le ordenó salir de su tierra. Y el primer desafío que le planteó fue: “Mira las estrellas y cuéntalas”. Este puede ser un proceso de transformación de la mirada: “Levanta los ojos de los zapatos y mira las estrellas”. ¡Levanta tus ojos! Mira la belleza, las cosas simples que curan, lo que no tiene precio, la sencillez de lo que es en el ser mismo, sin más, sin por qué…

¡Y cosecha de ahí una nueva visión, una nueva comprensión para la propia existencia!


*Alexsander Baccarini Pinto. Máster en Teología, Universidad Católica Portuguesa