Tribuna

Mi paisaje eucarístico, ¿sepultado por el volcán?

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Poco, o nada, se puede añadir al drama sin paliativos que estamos viviendo en La Palma por este terrible volcán que, aún sin nombre, no ha hecho otra cosa más que sembrar dolor y desasosiego. Sembrar dolor a cámara lenta, presentándose como una muerte anunciada que va borrando el paisaje vital de miles de personas.



Personas a las que ha robado, está robando o va a robar –“a comer”, como se dice aquí– sus casas, recuerdos, trabajos, esfuerzos, desvelos, produciendo una inquietud que los isleños muestran al mundo con una entereza admirable. Tanto que esa actitud del palmero tiene más fuerza que la crueldad del volcán.

Al margen del drama y del ‘espectacular fenómeno de la naturaleza’, es en esa ‘entereza’ en la que se han fijado los ojos del planeta, que están viendo en tiempo real esa destrucción en las múltiples versiones de pantallas por las que hoy día se cuela la información en nuestras vidas. Esa es La Palma que yo conocí cuando nací hace 54 años en la clínica de Nuestra Señora de Los Remedios –la clínica de don Adelto, que así es como la conocíamos– en Los Llanos de Aridane.

La tierra de una gente bondadosa, hospitalaria. Pero también resignada, adjetivo que, lejos de ser peyorativo, lo que muestra es una generosidad desmedida que logra eclipsar el poder destructivo de este terrible volcán. Esa es mi isla de La Palma. Y es esa también La Palma que no va a quedar sepultada, nunca, bajo la lava.

La tristeza es inmensa en una tierra hasta ahora viva y llena de luz. Pero es esa entereza lo que más ha llamado la atención en todos aquellos que, sin conocernos, se han visto sorprendidos por cómo son los ‘habitantes’ de esta isla. Destaco ‘habitantes’ porque no hace falta nacer aquí para ser palmero: cualquiera puede serlo simplemente con amar esta tierra. Si la templanza y el comportamiento de un pueblo ante un drama de tal magnitud llama la atención de cuantos están viviendo con nosotros este desastre desde la distancia, eso significa que hay muchos palmeros por el mundo.

Un volcán puede borrar los lugares de nuestra vida pasada y presente. Incluso de la futura, porque, para muchos, el futuro eran sus sueños –tan deseados como luchados– tras una vida de esfuerzo. Esos sueños tenían un escenario que ahora ya no existe, porque se ha convertido en malpaís de lava que lo ha sepultado todo. Por ello, hoy la tristeza es inmensa por las calles.

De la fascinación al dolor

El volcán es duro, agresivo: inmisericorde. Los palmeros nacemos, vivimos y estamos condenados a morir entre volcanes. Es algo que tenemos muy claro. Nuestros mayores nos han transmitido sus vivencias con otros anteriores. En mi caso, fueron mis padres, asturianos, que llegaron a La Palma en el que hasta ahora era ‘el año del volcán’: 1949. Ese año, el San Juan marcó un antes y un después en mi tierra.

Como ocurre ahora, también sembró dolor y sepultó muchos paisajes en una zona muy cercana a la que, hoy, este volcán todavía sin nombre ha dejado yerma. El Teneguía, en 1971, fue una especie de divertimento, en una parte aislada, por lo que su recuerdo, más que dolor, lo que nos dejó fue un halo de romanticismo que sirvió para dar un falso barniz de misterio y fascinación a este brutal fenómeno de la naturaleza, que ahora vivimos en su versión más cruel, –insisto, inmisericorde–, que no se detiene ante nada.

Son muchas las personas que ya lo han perdido todo. Y lo que es más importante, han perdido para siempre el paisaje de sus vidas. Los paisajes definen y marcan los horizontes de los sueños. Hay que comenzar a reconstruir, y será complicado saber por dónde empezar. Pero lo que está claro es que los palmeros sabremos cómo hacerlo, aunque también sabemos que nos va a costar mucho.

El horizonte, ese límite en el que se junta el cielo con la tierra, es precisamente lo que se ve desde toda la zona que ahora es un malpaís tras las nuevas coladas. Esa es la vista que más nos gusta a los palmeros del valle. No podemos vivir sin esas puestas de sol. Es en ese horizonte donde tendremos que reconstruir nuestros nuevos paisajes de vida.

(…)

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