Para comprender bien la dinámica y el alcance de los procesos que toda reforma suele poner en juego, permítaseme aludir a las tensiones que generan cuatro polaridades en torno a las que, de forma paradigmática, parecía fraguarse la autenticidad o la inautenticidad de la reforma del papa Francisco, fallecido hoy.
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Llamo a la primera la tensión de la fuerza, y consiste en la polaridad entre el progreso y la conservación. La segunda es la tensión del tiempo, y su polaridad oscila entre la prisa y la paciencia. La tercera es la tensión del espacio, y su polaridad se juega entre el centro y la periferia. La cuarta es la tensión del bien, y su polaridad se mueve entre el pecado y la santidad. Se podrían nombrar otras muchas, pero basten estas cuatro como ejemplos bien representativos.
Progresistas y conservadores
No hay nada más letal para la vida de la Iglesia que la polarización entre progresistas y conservadores. Bien mirado, semejante fragmentación es un absoluto disparate en el contexto del Evangelio. En puridad, en la Iglesia no puede haber posiciones ni de izquierdas ni de derechas, liberales o conservadoras, progresistas o retrógradas, simplemente porque el Evangelio no es una ideología política ni los miembros de la Iglesia ciudadanos de una sociedad en conflicto.
De hecho, las lecturas que hablan de las tensiones eclesiales en clave política dicen más de las lentes ideológicas de quien las utiliza que de la realidad que pretenden explicar. La tensión de la fuerza, en la polarización entre progreso y conservación, no ha de ser traducida a claves partidistas completamente ajenas al espíritu eclesial. De lo que se trata es de la fidelidad a la persona de Jesucristo y, para eso, de nada valen las etiquetas ideológicas siempre cambiantes de la sociología política.
Tensión de fuerza
Ahora bien, ¿quién no ve que, de hecho, sí hay en la Iglesia posiciones progresistas y posiciones conservadoras? ¿Quién no advierte en ella una evidentísima tensión de fuerza que divide a los episcopados, polariza a los teólogos, enfrenta a los fieles y se traduce, finalmente, en un enconamiento general de toda la sociedad sustanciado, a fin de cuentas, en un superficial y simplicísimo estar a favor del Papa o en contra de él?
No hace falta más que entrar en internet, bucear un poco en páginas de contenido religioso y percibir las posiciones bipolarmente enfrentadas de dos ejércitos listos para la batalla. Para una batalla intraeclesial y para lo que los neoconservadores actuales –importando la idea y el concepto del mundo anglosajón– llaman la “guerra cultural”.
Verdad del ‘kerygma’
Digamos ya que estas polarizaciones se producen en la epidermis del cuerpo de Cristo, es decir, en las capas más superficiales y, por ello, también en las más visibles de la Iglesia. Pero, en asuntos graves, no conviene dejarse engañar por las apariencias, porque –insisto– lo que está en juego, para que la vida de la Iglesia florezca conforme a su naturaleza o se extravíe por caminos extraños, es la fidelidad a la esencia del Evangelio de Jesús. Y a dicha fidelidad pueden ser infieles tanto los llamados progresistas como los llamados conservadores. Es en lo profundo donde se juega la verdad del kerygma. Y es ahí hacia donde debemos apuntar.
En efecto, el mensaje de Jesús lo adulteran tanto los que, por modas pasajeras, diluyen su contenido, su núcleo, su especificidad en la superficie del contexto actual con adaptaciones que desatienden los valores profundos, como aquellos que lo identifican, sin más, con una anquilosada formulación del pasado que, tal vez, en su día, pudo haber sido significativa, pero que hoy ya no lo es. Los cambios que todo lo trastocan y no respetan un núcleo inmutable en el Evangelio son completamente improcedentes. Pero tampoco son aceptables los inmovilismos que nada quieren cambiar, pues ignoran la dinámica del tiempo y la necesidad de un desarrollo legítimo.
Traición del Credo
Unos son progresistas sin fundamento. Otros conservadores recalcitrantes. La historia de la Iglesia enseña que, en teología, no solo se yerra cuando se dialoga superficialmente con el contexto del momento. También se traiciona el contenido del Credo cuando se confunde su esencia con fórmulas del pasado. Si ser progresista no es garantía de ningún éxito, tampoco ser conservador inmuniza contra el error.
Las innovaciones humanistas de los seguidores de Pelagio –retomadas en el Renacimiento y renacidas hoy en tendencias neopelagianas– fracasan siempre por culpa de un infundado optimismo antropológico. Y por eso son rechazadas como no conformes a la regla de fe de la confesión eclesial. Lo mismo sucede, pero en sentido contrario, con las reacciones extremas que acentúan hasta tal punto la inercia del mal en la naturaleza humana que olvidan que jamás ha existido naturaleza sin gracia.
‘Traición semántica’
Por mi parte, modestamente, en 2004 me referí a este mismo fenómeno denominándolo ‘traición semántica’. El papa Francisco, al comienzo de su pontificado, lo explicó así en la exhortación apostólica ‘Evangelii gaudium’: “A veces, escuchando un lenguaje completamente ortodoxo, lo que los fieles reciben, debido al lenguaje que ellos utilizan y comprenden, es algo que no responde al verdadero Evangelio de Jesucristo. Con la santa intención de comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano, en algunas ocasiones les damos un falso dios o un ideal humano que no es verdaderamente cristiano. De ese modo, somos fieles a una formulación, pero no entregamos la sustancia. Ese es el riesgo más grave” (EG, 41).
Todavía se puede glosar esta tensión de fuerza que polariza la vida actual de la Iglesia, entre el polo del progreso y el de la conservación, cuando se atiende a lo que dicen actualmente los críticos del Papa.
Fuera de la Iglesia
Quienes hace poco más de una década acusaban a teólogos innovadores de romper la comunión con la Iglesia por proferir ciertas críticas al magisterio de Juan Pablo II o de Benedicto XVI no tienen ahora empacho alguno en tildar a Francisco de hereje. No exagero. Son declaraciones públicas y bien conocidas. Algunos son obispos y otros, incluso, cardenales. Lo paradójico es que, de hecho, objetivamente, los que antes situaban fuera de la Iglesia a los críticos de los papas anteriores –siguiendo su propia lógica– se ponen ahora ellos mismos fuera de la Iglesia al tachar de heterodoxo al sucesor de Pedro.