Tribuna

Antonio Pelayo: la polarización, una invitada nociva en la Iglesia

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Basta echar una mirada a ciertas informaciones y escuchar algunas voces para darse cuenta de que, desde hace años, se han agudizado las tensiones y podemos detectar amplios sectores eclesiales muy polarizados y tentados por la escisión o el cisma. Yo no soy, nunca he pretendido serlo, un teólogo –mi licenciatura en Teología se remonta a más de cincuenta años atrás– ni mucho menos un historiador de la Iglesia. El único mérito que me reconozco es el de seguir desde hace más de medio siglo el acontecer eclesial, tarea que se me ha hecho más fácil por vivir en Roma desde hace ya algunas décadas. Observador, pues, y nada más. Pido, por tanto, comprensión para mi modesta contribución.



La polarización ha acompañado la vida de la Iglesia desde sus comienzos. No hay más que leer algunos capítulos de los Hechos de los Apóstoles y las cartas de san Pablo a los Gálatas y a los Corintios para constatar que la primera comunidad cristiana estaba muy dividida sobre, al menos, dos puntos. El primero, la “observación de pureza ritual impuesta a los cristianos venidos de la gentilidad” obligados o no a circuncidarse; y el segundo, sobre “los contactos entre cristianos venidos del judaísmo y del paganismo en sus relaciones sociales, ya que todo contacto con un gentil implicaba para un judío una impureza legal”.

Controversia que, como sabemos, fue resuelta en el llamado Concilio de Jerusalén, donde Pedro y Pablo, también con Santiago, el ‘hermano del Señor’, calmaron los ánimos. Según san Lucas, autor de los Hechos, “los apóstoles y presbíteros, de acuerdo con toda la Iglesia”, zanjaron la cuestión, afirmando “que hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables”.

En la exhaustiva Historia de la Iglesia dirigida por A. Fliche y V. Martin –y traducida el español gracias al titánico esfuerzo de José María Javierre–, el decano de la Facultad de Teología del Instituto Católico de París, Jules Lebreton, sintetizó así el problema: “En toda esta cuestión, la Iglesia fue paciente y comprensiva con el pasado y no hizo nada para precipitar la ruptura… Pedro y Pablo no buscaban en las obras de la ley la fuente de la salvación que solo reconocían en la fe en Jesús (…). Había otros observantes de la ley que eran menos tolerantes: no contentos con someterse solo ellos, trataban de imponerla a todos, incluso a los cristianos venidos de la gentilidad (…). Las luchas de la Iglesia apostólica contra los judeocristianos fueron dolorosas, pero el resultado no podía resultar dudoso ni siquiera a los ojos de los extraños. La Iglesia tenía conciencia de ser libre y dueña de su destino”.

Contraste constante

Forzando un poco las cosas y respetando, sin embargo, los diversos tiempos históricos, me parece legítimo ver en esos hechos una anticipación de lo que ha acontecido durante siglos en el seno de la catolicidad: un contraste constante de opiniones y posiciones entre los conservadores celosos en el culto de una tradición anquilosada, y algunos progresistas dispuestos a tirarse al monte improvisando reformas sin fundamento y sin sustancia. En medio de ellos, un papado indeciso y muchas veces más celoso de conservar su poder que de escuchar la voz del Espíritu que debe guiar a la Iglesia de Cristo.

Sin entrar en largas disquisiciones históricas, solo quiero aludir muy de pasada a fenómenos de polarización extrema, como fueron el cisma de Occidente o la Reforma protestante, la escisión del anglicanismo, el cisma de los veterocatólicos después del Concilio Vaticano I, el movimiento anticonciliar de Marcel Lefebvre y otras muchas crisis en las que la comunidad católica se vio dividida en una o varias tendencias contrapuestas.

Vengamos a una actualidad más cercana a nosotros y, por lo tanto, más difícil de evitar juzgarla desde los propios sentimientos o actitudes. En el siglo XX, el fenómeno de mayor importancia y trascendencia para la Iglesia católica fue el Concilio Ecuménico Vaticano II. Con sus cuatro constituciones, nueve decretos y tres declaraciones, los 2.500 padres conciliares venidos de todas las partes del mundo dieron un giro copernicano a la visión de la propia Iglesia, lo que Juan XXIII definió como aggiornamento o puesta al día y renovación de la bimilenaria institución.

Como escribió el hoy cardenal Ricardo Blázquez en su introducción a la edición de los documentos conciliares publicada por la BAC, “el Concilio aspiraba a que nadie por el lastre de anacronismos padezca como un desgarrón a causa de la pertenencia simultánea a la Iglesia y al mundo moderno; que la armonía entre ser cristiano y hombre de hoy solo sufra la tensión inscrita en el Evangelio: ‘Estar en el mundo y no ser del mundo’. En la expresión ‘nuevo Pentecostés’ se condensaban las esperanzas del Papa”.

Siempre sin entrar a fondo en la cuestión, es cosa sabida y documentada que, en las cuatro sesiones conciliares, hubo tensiones polarizadoras. Es más, antes de su apertura, la Curia romana, alarmada por lo que preveía que podía suceder, preparó una contraofensiva para bloquear las reformas. El primer enfrentamiento se produjo ya al inicio de las sesiones, con la discusión del esquema “sobre las fuentes de la revelación”, que recibió tantas críticas por parte de la mayoría de los padres conciliares, que aconsejó al Papa suspender el debate y crear una comisión doctrinal presidida por el superconservador cardenal Alfredo Ottaviani  y el jesuita aperturista cardenal Agostino Bea.

Debates y controversias incandescentes suscitaron también la declaración sobre la libertad religiosa, ‘Dignitatis humanae’, y la dedicada a las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, ‘Nostra Aetate’. Digamos, de paso, que el Episcopado español militó acremente con el sector más conservador.

Sacrosanctum Concilium

Otro tanto sucedió con la constitución sobre la Sagrada Liturgia, ‘Sacrosanctum Concilium’, el primer documento proclamado por el Concilio, el 4 de diciembre de 1963, y aprobado con 2.158 votos favorables y solo cuatro en contra. A pesar de este plebiscito, la reforma litúrgica fue uno de los primeros campos de polarización intraeclesial. Todo comenzó cuando, a partir de febrero de 1964, el Consejo para la Reforma Litúrgica, presidido por el obispo Annibale Bugnini, emitió una serie de decretos: el primero de ellos fue sustituir el latín por el uso de las lenguas vernáculas, siguió el de presidir la Eucaristía de cara al pueblo con la necesaria reforma de los altares, la introducción de las concelebraciones y la supresión de algunos ritos de menor importancia. El 3 de abril de 1969 entró en vigor el Nuevo Orden de la Misa, también denominado la Misa de Pablo VI.

El desconcierto que algunas de estas reformas suscitaron en el pueblo fiel lo describió con sagacidad el humorista Antonio Mingote. En una de sus viñetas aparecidas en el diario ‘ABC’, se veía a un sacerdote diciendo: “El Señor esté con vosotros”, a lo que una de las dos viejecitas que asistía a la misa la decía a la otra: “Esto quiere decir Dominus vobiscum”.

En mi modesta experiencia pastoral, la reforma litúrgica se introdujo mal y con demasiada prisa. No se supo explicar a los fieles su real significado, no se tuvo en cuenta el cambio de sensibilidad que suponía para muchas personas y, lamentablemente, dio origen a abusos y falsas libertades en las celebraciones eucarísticas que desvirtuaron su carácter sacral; por no hablar del empobrecimiento del repertorio musical y de otros aspectos estéticos. Ahí nació un rechazo que, en algunos casos, fue profundizándose con el paso del tiempo.

Ha venido después la mini tempestad suscitada por la decisión de Francisco de reducir las posibilidades de celebrar la eucaristía según el ritual preconciliar autorizada por Ratzinger con la ‘Summorum Pontificum’. Sobre este tema se ha pronunciado no hace mucho el Papa latinoamericano en su conversación con los jesuitas húngaros, a los que recibió durante su reciente visita a Budapest.

‘Indietrismo’

“El peligro hoy es el indietrismo –neologismo creado por Bergoglio para referirse a la marcha atrás–, la reacción contra lo moderno. Es una enfermedad nostálgica. Este es el motivo por el que he decidido que ahora la concesión especial de celebrar según el Misal de 1962 es obligatoria para todos los nuevos sacerdotes apenas consagrados. Después de todas las consultas necesarias, lo he decidido porque he visto que la medida pastoral bien hecha por Juan Pablo II y Benedicto XVI era usada de modo ideológico, para volver atrás. Había que parar este indietrismo, que no estaba en la visión pastoral de mis predecesores”, dice el Papa.

Pero, en su respuesta, previamente Bergoglio había ido más al fondo: “Dicen que es necesario un siglo para asimilar un Concilio. Y sé que las resistencias son terribles. Hay un restauracionismo increíble. Lo que yo llamo indietrismo. Como dice la carta a los Hebreos (Heb 10, 39): “Nosotros, sin embargo, no somos como aquellos que vuelven atrás”. El flujo de la historia y de la gracia va de abajo arriba, como la savia de un árbol que da fruto. Pero sin este flujo tú eres como una momia. Yendo hacia atrás, no se conserva la vida, jamás”.

Al cumplirse los 60 años de la Asamblea Ecuménica, Francisco presidió en la Basílica de San Pedro una magna ceremonia precedida por una procesión de más de doscientos cincuenta obispos recordando el ingreso de sus predecesores en el Aula Conciliar.

Uno de los párrafos más significativos de su homilía es el siguiente: “No cedamos a las lisonjas del diablo, que quiere sembrar la cizaña de la división. No cedamos a la tentación de la polarización. Cuántas veces después del Concilio los cristianos se empeñaron en elegir una parte de la Iglesia, sin darse cuenta de que estaban desgarrando el corazón de su Madre. Cuántas veces se prefirió ser ‘hinchas del propio grupo’ más que servidores de todos, progresistas y conservadores antes que hermanos y hermanas, de derechas o de izquierdas más que de Jesús; erigirse como ‘custodios de la  verdad’ o ‘solistas de la novedad’, en vez de reconocerse hijos humildes y agradecidos de la santa Madre Iglesia.

El Señor no nos quiere así. Todos, todos somos hijos de Dos, todos hermanos en la Iglesia. Todos Iglesia, todos. Nosotros somos sus ovejas, su rebaño, y solo lo somos juntos, unidos. Superemos las polarizaciones y defendamos la comunión, convirtámonos cada vez más en ‘una sola cosa’ como Jesús suplicó antes de dar la vida por nosotros”.

Dos años antes en su tradicional discurso a la Curia romana, en diciembre de 2020, Francisco había hecho un llamamiento muy similar. “La Iglesia –dijo entonces– entendida con las categorías de conflicto –derecha e izquierda, progresista y tradicionalista– fragmenta, polariza, pervierte y traiciona su propia naturaleza. La Iglesia es un cuerpo permanentemente en crisis, precisamente porque está vivo, pero nunca debe convertirse en un cuerpo en conflicto, con ganadores y perdedores.

En efecto, de esta manera difundirá temor, se hará más rígida, menos sinodal e impondrá una lógica uniforme y uniformadora, tan alejada de la riqueza y la pluralidad que el Espíritu ha dado a su Iglesia”. “La novedad –añadió–  introducida por la crisis que desea el Espíritu no es nunca una novedad en oposición a lo antiguo, sino una novedad que brota de lo antiguo y que siempre la hace fecunda”.

Lo católico une

Más recientemente, en la entrevista que concedió a la revista ‘America’ de los jesuitas estadounidenses, fue igualmente tajante: “La polarización no es católica. Un católico no puede pensar aut-aut (o-o) y reducirlo todo a polarización. La esencia de lo católico es et-et (y-y). Lo católico une lo bueno y lo no tan bueno. El Pueblo de Dios es uno solo. Cuando hay polarización, entra una mentalidad divisoria que privilegia a unos y deja de lado a otros. Lo católico siempre es armónico de las diferencias… El Espíritu Santo en la Iglesia no reduce todo a un solo valor, sino que construye armonía de las diferencias y con los opuestos se hace más católico. Cuanta más polarización, se pierde el espíritu de lo católico y se cae en espíritus sectarios”.

Si he abundado en las citas de las palabras pontificias, lo he hecho para evitar dar juicios o valoraciones personales, refugiándome en la autoridad magisterial del Pastor supremo de la Iglesia católica. A la par, no puedo no referirme a otro aspecto de la polarización actual que es la persona y la acción de Jorge Mario Bergoglio, elegido por el Colegio de los cardenales como sucesor de Pedro en marzo de 2013.

Todos sus predecesores, comenzando por Pío XII, conocieron un frente opositor. En el caso del papa Pacelli, solo se hizo presente en ocasiones muy contadas y de forma muy discreta. Ya con Juan XXIII, las críticas fueron haciéndose más numerosas, pero casi siempre sin asomarse al balcón de la opinión pública. No puede decirse lo mismo de Pablo VI, y baste aludir a la catarata de críticas que suscitaron algunas de sus encíclicas, como la ‘Sacerdotalis caelibatus’ y, sobre todo la ‘Humanae Vitae’. Me tocó vivir su publicación en Alemania, en agosto de 1968 , y aún recuerdo las furibundas homilías de sacerdotes y obispos, los artículos incendiarios de algunos teólogos, pero, sobre todo, la oposición total de más de un Episcopado. Una tormenta que se prolongó meses y meses, y que hizo sufrir tanto al papa Montini que decidió no publicar ninguna otra encíclica.

A Juan Pablo II se le acusó de adulterar el espíritu del Vaticano II, de excomulgar la Teología de la Liberación o de ser un populista y demagogo. La primera acusación fue sostenida por una legión de comentaristas, a la cabeza de los cuales figuraba Hans Küng, escoltado por otros aficionados a la teología, algunos de ellos compatriotas nuestros cuyos nombres evito citar aquí.

A Benedicto XVI, a pesar de su innegable prestigio teológico, se le reprochó su elitismo eclesial, su ausencia de cercanía a las realidades del mundo y –realmente increíble– su ausencia de rechazo a la plaga de los abusos sexuales. Acusación esta última injustificable, como han demostrado estudios recientes.

Vengamos a nuestro querido Francisco. En su caso concreto, la novedad es que sus detractores actúan con un desparpajo inusual y, en más de un caso, con una desvergüenza absoluta. ¿Cómo puede imaginarse que nada menos que cuatro cardenales le hayan planteado unas ‘dudas’ doctrinales, obligándole a rectificar doctrinas por él expuestas y, en el caso de no recibir las respuestas solicitadas, tachándole de hereje? ¿Es concebible que otro cardenal le haya reprochado su ignorancia teológica, aconsejándole que se asesore intelectualmente antes de exponer su doctrina, como si el magisterio papal no estuviese protegido por la asistencia del Espíritu Santo prometida por el Señor al supremo pastor de la Iglesia?

Camino Sinodal Alemán

Sin llegar a esos extremos, para nadie es un secreto que algunos sectores del Episcopado norteamericano se manifiestan en posiciones contrarias a las del Papa y que reciben sustanciosas ayudas económicas de estamentos muy poderosos de la sociedad estadounidense que abominan de su magisterio. Me refiero, por ejemplo, a los fabricantes y comerciantes de armas o a los lobbies más potentes del capitalismo más devorador. Sostén monetario que reciben, igualmente, medios de información de todos conocidos, algunos de ellos españoles.

Suscita también preocupación la orientación que puede asumir en los próximos meses el Camino Sinodal Alemán, en cuyas últimas sesiones se han alzado voces muy críticas por la inaceptabilidad manifestada por el Papa en su día acerca de algunas propuestas como la ordenación sacerdotal de las mujeres o la abolición del celibato sacerdotal.

Para concluir, expreso mi convicción de que Francisco no es que se alegre, ni mucho menos, por estas manifestaciones de disidencia eclesial, pero tampoco le angustian o le impiden proseguir su camino. Ha repetido muchas veces que comprende que no se pueda estar siempre de acuerdo con sus planteamientos, e incluso que se manifiesten las discrepancias, siempre que se haga con honestidad y a las claras, sin taparlas con fingidas adulaciones y falsas adhesiones a su persona.

Pido disculpas si he parecido, vago, impreciso o ‘polarizador’, peligro este último del que pido a Dios que me libre.

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