Tribuna

Francisco como una espina en el corazón

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Escribió en una oportunidad el papa Francisco que la palabra literaria, aquella conquistada por el silencio poético, es como una espina en el corazón que mueve al hombre a la contemplación y nos pone en camino. Creo que ha sido el propio Papa Francisco quien ha descrito lo que él significó en mi vida.



Lo que significó y seguirá significando en mi corazón, pues Francisco ha sido en mi vida, no solo un hombre, sino una sensibilidad, una conciencia que me arroja al otro lado, así como hace la poesía, para transformarnos en ojos que miran y sueñan.

Su testimonio fue el instrumento utilizado por Dios para que yo dejara de escapar del amor de Cristo. Sí, a veces transformamos a la propia Iglesia en un camino para escapar del amor de Cristo.

El pontificado de Francisco me llevó a la tensión conmigo mismo para descubrirme como una especie de fruto seco. Su peregrinar, inflamado con la alegría del Evangelio, fue despertando, poco a poco, mi retorno al universo poético que me ayuda a ser más humano, pero un humano que intenta vivir la vida con sabor a Evangelio, que mira, como miraba Francisco, desde un amor que va más allá de las barreras de la geografía y del espacio, pero también de la ideología, de las distintas formas de comprender la vida.

Francisco me enseñó, no con pocas dificultades, a acercarme a los demás en su propio movimiento para ayudarme a ayudarlos a ser más ellos mismos. Precisamente, por estas cuestiones, fue una espina en mi corazón.

Papa Francisco 1

La alegría del Evangelio

El primer documento fundamental en el pontificado del Papa Francisco fue, sin duda, ‘Evangelii gaudium’, su primera exhortación apostólica. En sus líneas, nos lanzaba una invitación francamente compleja: dar un giro antropológico para ponernos en situación de salida hacia el otro, hacia aquel que ha sido descartado por todos los círculos humanos que, alejados de las dinámicas que abrevan la civilización de amor, han transformado al mundo en un enorme hospital de campo.

Enseñó que solo el Evangelio puede vencer las sombras de esta visión cerrada del hombre y del mundo. Hombres, efectivamente más cercanos, pero no más hermanos.

Esa alegría que, ya lo recordaba con insistencia, nos brinda una dignidad que nadie puede quitarnos, pues es producto de un amor infinito e inquebrantable. Una alegría que mantiene vivo el fuego de las buenas pasiones contribuyendo al crecimiento de la belleza que entusiasma a estar en permanente escucha de la realidad misma.

La alegría del Evangelio que predicó Francisco es un antídoto contra la mentalidad de cálculo y de uniformidad, la que teje una verdad incontrovertible: somos únicos e irrepetibles y, desde esa dimensión, contribuir a un profundo enamoramiento del Jesús lleno de vida y de una ternura que no desilusiona.

Buscar en el Corazón de Jesús

Ha muerto el Papa Francisco y muerte en un momento coyuntural tanto para la Iglesia como para la humanidad. Su mirada frente a estas circunstancias apuesta por volver al corazón, ese espacio que es horizonte, pero, al mismo tiempo, lo más interior del hombre. Lugar de encuentro, de identidad, donde lo fragmentado recobra su unidad.

Vivimos un tiempo en el cual el ser humano corre el riesgo de perder su centro quedando completamente desorientado y a instancias de que los extremos ideológicos que buscan imponerse, terminen de quebrar lo que queda.

Frente a este mundo que nos necesita encerrados en nosotros mismos de cara a una pantalla, el corazón de Jesús, fuente donde bebe el mensaje cristiano, invita a superar la sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos son impuestas y que terminan, tarde o temprano, esclavizándonos.

Volver al corazón nos devuelve a la verdadera libertad porque, como señala Francisco: «únicamente el corazón es capaz de poner a las demás potencias y pasiones y a toda nuestra persona en actitud de reverencia y de obediencia amorosa al Señor», lo cual transforma al ser humano es un ser en salida, en donación y encuentro.

El Papa Francisco, en lo personal, me ha puesto en el camino de reconocerme y reconocer al otro, a partir de la Misericordia de Dios, de sus gestos amorosos esparcidos hermosamente en el Evangelio.

No es tarea fácil, muchas veces, va contra la cultura en la que crecimos, pero hay que intentarlo, todos los días, confiados en que, cuando seamos vencidos o aplastados, Dios no se cansa de perdonarnos. Gracias, Francisco, seguiré orando por ti. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor del Colegio Mater Salvatoris. Maracaibo – Venezuela