Tribuna

En la Semana Santa… una mirada suplicante: migrantes, turistas y ejércitos

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En aquel tiempo, allá en el Calvario, el buen ladrón se “robó el corazón” de Cristo. No lo hizo pidiendo “literalmente” perdón, sino que con una mirada suplicante le pidió al Hijo de Dios que se acordara de él cuando estuviera en su reino. Inmovilizado en la cruz, agonizante, Jesús le contestó: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. ¿Cuántas veces en nuestras vidas, en medio de la desesperación, en lugar de arrepentirnos directamente, suplicamos a Dios que se acuerde de nosotros, que nos salve?



No estoy diciendo que no es importante arrepentirnos de nuestros pecados y echar el resto en tratar de no volver a cometerlos. Todo lo contrario, creemos firmemente en el sacramento de la confesión y en el perdón de los pecados. Lo que pasa es que el misterio de la Redención va mucho más allá. Claro que Dios quiere que cumplamos sus mandamientos, por supuesto que quiere que nos amemos unos a otros y que tengamos un corazón puro. Pero desde la Cruz, Cristo se encargó de ser el “abogado de los culpables”. En lugar de pedir el castigo para los que se confabularon para matarle, lo que hizo fue pedir “perdónales Padre, porque no saben lo que hacen”. Todo es Perdón… y así se sana la vida.

La súplica del buen ladrón no fue para que el Hijo de Dios le librara del tormento y la muerte, fue para pedirle que no lo olvidara, que se acordara de él.

El drama de la inmigración

Vivo en tierra de frontera. Puerto Rico forma parte –desgraciadamente– de la llamada tercera frontera del imperio de los Estados Unidos de Norteamérica. Prácticamente todos los días, los guardacostas y demás fuerzas fronterizas capturan inmigrantes en el Canal de la Mona. Para los puertorriqueños, la experiencia del drama de la inmigración es algo cotidiano y abunda entre nosotros la doble vara de rechazo al trabajador que llega sin autorización a la vez que lo usamos para que nos ayude a construir, a limpiar, a servir…

Desde esa experiencia, miro uno de los pecados sociales más estremecedores de nuestro tiempo a nivel mundial. Las muchas formas de miseria humana desplazan multitudes, que arriesgan todo al cruzar fronteras en busca de una vida mejor. “Mujer, ahí tienes tu hijo”, resuena en mi cabeza cuando me entero de los miles de niños, separados de sus padres y encerrados en los campos de concentración fronterizos de EE UU. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” parecen clamar los migrantes que zozobran en las barcas frágiles por esos mares y “tengo sed” es la voz que viene a mi mente cuando pienso en las penurias de las que huyen y las que enfrentan entre país y país.

Sin embargo, ¿no son acaso migrantes también las hordas de turistas que se pavonean por nuestras calles? ¿No son trabajadores migrantes también los ejércitos imperiales que recorren el mundo sembrando desolación? El capital no respeta fronteras, ni culturas, ni naciones. No escapan a mi conciencia, sin embargo, las muchas tragedias personales que hay detrás de la fachada maquillada del turismo, como tampoco olvido los tragedias que traen a sus hogares cuando los soldados vuelven de su trabajo asesino migrante. ¡Qué mucha terquedad en nuestra mal llamada civilización!

En la realidad, todos estamos en el mismo bote, aunque muchos no se den cuenta. ¿Cuántos de verdad podremos decir, con satisfacción del deber cumplido, que “todo está consumado”? ¿Cuántos podremos, en medio del dolor mortal, “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”?

Pienso que aún podemos decir: Señor, lo más que tengo es mirarte suplicante para pedirte que te acuerdes de mí.