Tribuna

¿En el nombre de quién?

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Fuera y dentro del contexto de la oración, la fórmula “en el nombre del Padre” nos resulta tan familiar que no nos preguntamos por lo que decimos. Dirigirse a Dios y llamarlo Padre es natural y se da por descontado. Y en gran medida lo es. Pero, vale la pena detenerse en las implicaciones de esas palabras tal vez para abrir los ojos y hacerse algunas preguntas.



En prerrogativa del Padre atribuida a Dios, se cruzan dos trayectorias. En primer lugar, está la de Jesús que revela el rostro de su Padre celestial con quien es “uno” (Jn 10, 30): es el anuncio en el que se basa la salvación, la Buena Noticia, cuya promesa hizo Dios en el primer pacto nunca revocado de la alianza asegurando ser “un padre para Israel”. Luego está la trayectoria del creyente que acoge el anuncio y en la fe reconoce al Dios que salva.

Pero queriendo dar plasticidad y sustancia a este Dios, fusiona la revelación de Dios en Jesucristo y el sentido del vínculo familiar más cercano a Él y lo extiende por semejanza y analogía con Dios. Se entrelazan la revelación y la atribución, dos movimientos convergentes, pero no iguales. Uno se inspira en la voluntad de revelarse Dios mismo como Padre, el otro se confía a la posibilidad expresiva de la analogía, expuesto a la fragilidad de su estado ligado a la experiencia del vínculo familiar.

Del hijo al padre

La relación padre-hijo puede tener distintas direcciones. Aquí ponemos más énfasis en la que va del hijo al padre. Comprender la paternidad a partir de reconocerse como niños significa ante todo saber que no estamos solos en el mundo. La perspectiva de la filiación desarrolla en nosotros la conciencia de una pertenencia reveladora de hallarnos en la cadena de la generatividad, la que nos sitúa en la historia y nos permite ser parte de ella.

La perspectiva de la generatividad aleja al padre de la exclusividad de la relación con el hijo. Amplía el tejido de esta relación, incluyendo la polaridad de la dimensión materna en un circuito unitario de relación parental. Quizás esta sea la raíz más profunda por la que, y no desde hoy, se atribuye a Dios la prerrogativa de madre.

Es famosa la referencia a la mística medieval Juliana de Norwich (1342-1416) en su Libro de las Revelaciones a la que han recurrido Juan Pablo I y Juan Pablo II. La extensión al ámbito materno suele estar revestida de significados relacionados con funciones y roles, actitudes y virtudes que solo por un condicionamiento cultural distorsionado se consideran prerrogativas exclusivamente femeninas, como si no pudiéramos decir de Dios que es cariñoso en su cuidado y sensible a las debilidades de sus hijos. El ser de Dios, padre y madre, en esta perspectiva de generatividad amplia e inclusiva, completa el plan de relación de Dios con el mundo y con los hombres y expresa con la máxima potencia que el destino de la historia humana y del mundo le importa a Dios que genera la vida.

El padre sobre el hijo

La pertenencia, inscrita en el perímetro de la paternidad generativa e inclusiva, tiene un doble valor y está bajo la amenaza de un doble riesgo. Desde el punto de vista del hijo, puede degenerar en inercia y pasividad, vaciando desde dentro la asunción de responsabilidad por parte de estos para construirse como un sujeto maduro, capaz de caminar por sus propios medios, autónomo y relacional para sentirse bien en el mundo y construir comunidad. Desde la perspectiva del padre, la pertenencia puede fomentar el deseo de poseer la vida del hijo, el presunto derecho a disponer de él mediante la dominación y el control. La historia nos presenta una galería de modelos de lo paterno que desembocan en una actitud de patrón.

La figura de la madre es inclusiva en compensación a la arrogancia del padre que expresa el mismo deseo de control sobre ella y sus hijos. Solo los delicados y complicados procesos de emancipación de estos modelos paternos dominantes pueden devolver la dignidad personal a las mujeres y madres y el desarrollo a las hijas e hijos. Quienes sienten al padre arrogante no saben emplear la analogía del vínculo familiar para acercarse a Dios y llamarlo Padre. Es una consecuencia trágica de las relaciones padre-hijo sobredimensionadas que hacen imposible reconocer el rostro paterno de Dios.

Paternidad y masculinidad, no es todo fácil

Detrás de todo esto hay una falsa idea de masculinidad, considerada normativa por cómo desempeñan el papel los varones y por el deseo de ejercer control y dominación para gobernar el mundo. Es una masculinidad tóxica, cuyas expresiones no son extrañas y todas tristemente oscuras, a menudo teñidas de violencia, sangre y la muerte. Estos modelos de paternidad no se prestan para entrar en analogía con la paternidad de Dios que habla el lenguaje del cuidado, el respeto a la alteridad del otro y el reconocimiento del derecho a ser uno mismo a través de la construcción del propio plan de vida.

El camino de liberación de la paternidad de las trampas de la masculinidad tóxica es largo y agotador y quien se prepara para hacerlo debe saber que no solo crea condiciones de vida más humanas para cada hija y cada hijo. Enriquece su propia humanidad, redime su masculinidad y devuelve a Dios el brillo reconocible de su rostro de Padre.

Y si Jesús de Nazaret advierte, “No llames ‘padre’ a nadie en la tierra” (Mt 23,9), no lo hace para socavar los lazos familiares, sino quizás para decirnos que solo se puede ser padre y madre haciendo transparente el modo de serlo de Dios. Aún podemos y debemos osar a llamarlo Padre.

*Artículo original publicado en el número de diciembre de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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