Tribuna

En el adiós a Antonio Montero: En el espíritu del Vaticano II

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Me llega la noticia del fallecimiento de D. Antonio Montero justo cuando hace treinta años que se inició una nueva etapa para PPC tras las largas negociaciones que se llevaron a cabo para constituir su nuevo Consejo de Administración en el año 1992.



Se había llegado al acuerdo de una presencia tripartita en el mismo a partes iguales: el Sodalicio, antiguo propietario, la editorial Bayard Presse de los asuncionistas franceses y el Grupo SM liderado por los marianistas españoles. Fui testigo tardío de esas negociaciones, pero protagonista directo de aquellos inicios. Fue entonces cuando conocí a D. Antonio Montero.

Recuerdo bien la entrevista que tuvimos antes de mi incorporación. Habló mucho, como solía hacer, pero eso no le impidió comprobar a fondo aquello que le interesaba: la adecuación de mi perfil al nuevo reto. Lo comprobé más tarde: su aparente talante de despistado no le impedía en absoluto captar bien las situaciones en todos sus matices y manifestar su opinión razonada sobre las mismas con la firmeza que hiciera falta, sin perder nunca su tono afable y cercano.

El arzobispo Antonio Montero, en la sede del Grupo SM en Boadilla del Monte (Madrid)

Era presidente del Consejo de Administración. Muchos de los que gestaron esa maravillosa iniciativa conciliar llamada PPC ya no estaban en el proyecto porque habían fallecido o porque se habían desvinculado. D. Antonio se consideraba el garante de esa rica tradición, y no la ejercía ni como propietario celoso de la criatura ni como censor.

Generosidad y libertad

Quiero subrayar aquí su enorme generosidad en un momento en el que se debían afrontar cambios importantes y cuantiosos, dada la delicada situación de la empresa de la que él era muy consciente. Algunos de esos nuevos cambios afectaban a personas que habían compartido por años una trayectoria con momentos de verdadero éxito en todos los sentidos. Fue capaz de crear un ambiente de libertad y de autonomía para el nuevo equipo gestor que nos acabábamos de incorporar.

Sus intervenciones y recomendaciones iban siempre encaminadas a mantener el espíritu del proyecto. Supo transmitirnos con claridad cuál debía ser el posicionamiento de PPC en el contexto evangelizador de la Iglesia. Nunca olvidaré su máxima: no somos la voz de la Iglesia, sino una voz de Iglesia. Esta frase tan propia del espíritu del Concilio Vaticano II, condensa todo un modo de entender la pertenencia a la Iglesia y un modo también de estar en el mundo.

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