Tribuna

El padre en la sombra

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Un hombre recto y reservado, un padre maduro, cariñoso y disponible. Este es el San José representado en el hermoso retablo de la iglesia de Santa Maria Assunta en el pequeño pueblo de Serrone y que ahora se ve en el museo capitular diocesano de Foligno. ¡Una obra de arte tan importante en un lugar tan apartado! El gran óleo sobre lienzo, de casi tres metros por dos metros de altura, permaneció desconocido durante siglos hasta que hace unos cuarenta años se fijó en él un grupo de expertos encabezados por Bruno Toscano, un gran historiador del arte.



Quedaron impresionados por la pintura, pero se dieron cuenta de que no había testimonios ni documentos antiguos que dieran pistas sobre su autor. Tampoco había ninguna firma en la obra excepto una letra G detrás de la figura del tierno Niño Jesús. La letra puede corresponder al autor, un artista misterioso y casi olvidado, Giovanni Demostene Ensio, un pintor aristocrático que trabajaba en Roma y alrededores entre finales del siglo XVI y principios del XVII.

Es admirable la composición de los colores elaborados con materiales preciosos de origen sobre todo mineral. El maestro estaba entre los poquísimos que los utilizaba en ese momento. La pintura representa el taller de San José, que no aparece como un simple artesano, sino como un técnico de primer nivel que también trabaja la madera para la construcción.

El pintor describe con esmero científico, verdaderamente flamenco, todas las herramientas, tableros y superficies sobre las que trabaja el maestro ebanista, así como la imponente puerta de entrada al taller, realizada por José, recién abierta para dejar entrar la suave luz de la mañana. Esta ilumina la sonrisa en el rostro del Niño Jesús que, bajo la mirada seria y atenta de su padre, está atando un trozo del hilo blanco que sale del ovillo que usa su madre en la costura para hacer un juguete en la forma de una cruz, una clara premonición sobre su futura Pasión.

Con amorosa humildad evangélica, el pintor retrata un sinfín de cosas esparcidas por el taller, desde virutas en el suelo, hasta los utensilios de trabajo de la Virgen y unos zuecos abandonados en el suelo. Todo forjado por ese hombre sabio. Es quien diseñó, construyó y equipó la gran sala, incluida la magnífica ventana con parteluz que se puede ver en la parte inferior, haciendo que parezca una catedral más que un taller. Y quien ha moldeado el clima familiar y moral que genera tanto la quietud de la joven esposa absorta en sus pensamientos, como la creciente conciencia del niño divino en el momento mágico del primer descubrimiento de la familia que lo rodea y del mundo que se abrirá ante él.

Padre putativo

El rostro de José inmerso en las sombras es claramente perceptible. Y así resplandece el padre putativo de la tradición que supone la función paterna desligada del factor biológico primario que compete exclusivamente a la madre. Es como si quisiera que viéramos, a través de esta humanísima representación de San José, cómo este principio, insondable y aparentemente discriminatorio, no se aplica solo a él, sino que es válido para todos los seres humanos, incluso si nuestros hijos no son hijos de Dios.

Todos, hombres y mujeres, somos, en calidad de embriones, fetos y personas, hijos de Dios porque el cuerpo generado por la madre funciona como resultado de la fecundación del óvulo por el espermatozoide, pero la vida misma que podemos llamar “el alma” surge de algo más que podemos llamar divino.

*Artículo original publicado en el número de diciembre de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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