Tribuna

Adiós a Pablo Puente: cuando los nuncios cumplen

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Conocí a Pablo Puente cuando yo era un joven estudiante y él un diplomático en ciernes, alumno de la acreditada Academia Pontificia de Roma. Amable, abierto, acogedor, sin dobleces, buen amigo a lo largo de los años. Nació en un pueblo marino cántabro con poco horizonte aparente, pero tuvo la suerte de estar cerca de Comillas y en esa universidad abrió su futuro intelectual a la vida romana.



En aquellos años eran pocos los españoles en la carrera diplomática pontificia, Sotero, Martínez Somalo, Santos Abril, Félix Blanco y alguno más. El entró en la Academia Pontificia sin dificultad y su larga y accidentada historia ha resultado apasionante en algunos momentos.

República Dominicana y Líbano

Le seguimos con interés e inquietud en dos ocasiones, cuando coincidió en la República Dominicana con la invasión americana de 1965, y en Líbano, país en el que vivió la violenta guerra de 1975, ocasión en la que resultó imposible recibir a Juan Pablo II tal como estaba programado. No permaneció recluido en su residencia segura, sino que acudió a donde consideraba podía ayudar e interceder, como un joven cántabro que acudía al peligro si no para solucionarlo, sí para estar al lado de los que sufrían.

Pablo Puente

Actuó, también, como delegado apostólico en Kenia, Senegal, Guinea-Bissau, Mali y Mauritania, una de esas tareas imposibles en las que resulta decisiva la capacidad humana de hacerse cercano, interesante y dar a entender que tu interlocutor también lo es. Pablo era de corazón sensible, capaz de manifestar su interés por los problemas del interlocutor, de buen humor y acogida sincera. Debió hacerlo bien porque fue trasladado a una de las nunciaturas de más prestigio, la de Gran Bretaña.

Al atardecer de su vida, pasó sus últimos años allí donde nació con la misma paz y alegría de siempre.

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