Tribuna

50 años de “Los Amigos de Buenafuente”: para gloria de Dios

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“Lo más sustancial y agradable a Dios es que nos acordemos de su honra y gloria y nos olvidemos de nosotros mismos y de nuestro provecho y regalo y gusto” (Santa Teresa de Jesús, IV M 3,6).



Más allá de todo personalismo

Mi aportación en este 50 aniversario de “Los Amigos de Buenafuente”, no desea responder tanto a exaltar nuestro quehacer humano en la reciente historia del Sistal, cuanto a invitar a la acción de gracias, tal como la Biblia revela que se hacía en la celebración de un año jubilar. Con motivo de cumplirse cincuenta años de “Los Amigos de Buenafuente” (1973-2023), nuestra actitud principal no es otra que la de glorificar a Dios y empeñarnos en que nuestro encuentro sea para alabanza y reconocimiento de la providencia divina en la historia del Monasterio de la Madre de Dios de La Buenafuente del Sistal.

San Ignacio comienza los Ejercicios Espirituales con la meditación del “Principio y fundamento”, en la que señala la razón por la que hemos sido creados: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado” (EE 23). A san Ignacio se le aplica el lema: “Para la mayor gloria de Dios”, palabras escogidas por él. Desde este principio, la celebración de este encuentro tan significativo tiene por finalidad reconocer y agradecer, sin vanagloria, la acción de Dios en este lugar. 

Sería pretencioso y caeríamos en la tentación de mundanidad, según señala el papa Francisco, si redujéramos el encuentro de las bodas de oro de nuestra amistad a narrar una fenomenología de acontecimientos, más o menos exitosa y personalista, o a señalar el fruto de estrategias y recomendaciones, y no descubriéramos la razón profunda por la que contamos tantos años de amistad con Buenafuente, que no es otra que el desbordamiento del amor de Dios. “Él nos ha destinado en la persona de Cristo por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya” (Ef 1, 5-6). Como dijo el papa Francisco a los jóvenes en Lisboa, Cristo nos ha llamado a cada uno por nuestro nombre en esta historia porque nos ama. Nos hemos llegado a conocer y a querer no por lazos de la carne y la sangre, sino por compartir la fe, por el deseo de búsqueda de una relación trascendente. Nos une un espacio centenario de oración y una experiencia personal de gracia.

Queridos amigos, al menos por mi parte, no cabe reivindicar protagonismo sobre una historia que excede a la acción de personas concretas, aunque estas hayan sido movidas por la providencia de Dios para colaborar en el acontecimiento de Buenafuente. El lugar, que hace ya más de 50 años parecía llamado a desaparecer, nos acoge para celebrar su permanencia, no solo como resto arqueológico, aunque en él son importantes el arte y la historia de más de 800 años, sino como un lugar donde se sigue bendiciendo a Dios todos los días del año y durante toda la jornada. Sobrecoge esta constatación de la que somos testigos durante más de cincuenta años. En los 54 años que llevo de capellán, nunca ha faltado la celebración diaria de la Eucaristía, gracias a la ayuda de otros sacerdotes.

Cuando me preguntan sobre cómo me siento por haber llevado a cabo un proyecto así, a pesar de tantas dificultades, respondo que la actualidad de Buenafuente no es el resultado de un proyecto, sino un acontecimiento al que Dios ha querido incorporarnos, por la obediencia a cuanto, al hilo de los días, se presentaba como providente, y acogíamos desde una mirada teologal y de fe, a veces no sin sufrimiento. 

Es diferente elevar la acción de gracias y la bendición a Dios por esta historia a la que pertenecemos de que, en un movimiento un tanto narcisista, nos reuniéramos para vanagloriarnos de lo que cada uno ha contribuido en la rehabilitación del patrimonio del núcleo de Buenafuente y de su monasterio. Precisamente una de las características de esta historia es la ofrenda anónima y generosa, no solo económica, sino orante y laboriosa de tantos amigos. El papa Francisco denuncia: “Cuantas veces en nuestras instituciones, por ejemplo, en la Iglesia, en las parroquias, en los colegios, encontramos esto, la rivalidad, el hacerse notar, la vanagloria. Dos gusanos que devoran la solidez de la Iglesia, la debilitan. La rivalidad y la vanagloria van en contra de esta armonía, de esta concordia.” San Pablo invita a los Filipenses a no hacer nada “por rivalidad, ni por vanagloria”, ni a “luchar unos contra otros, ni pavonearse, ni darse aires de ser mejores que los demás”. ¿Qué aconseja Pablo en lugar de la vanagloria y la rivalidad? ‘Cada uno de vosotros, con toda humildad’, ¿qué debemos hacer con humildad? ‘Considerando a los otros como superiores a nosotros’ (Francisco, Homilía, 3/11/14) El mismo apóstol, dirigiéndose a los cristianos de Colosas, les invita a dar gracias a Dios “que os ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz” (Col 1, 12-13). Dios capacita a los que llama para que sean testigos de su acción.

No obstante la intención principal de centrar nuestro encuentro en reconocer la providencia divina, pedimos a Dios que bendiga y pague a cada uno de los amigos su generosidad. Sería interminable la lista de quienes han contribuido de manera extraordinaria y callada a la rehabilitación de Buenafuente, de manera especial tenemos en nuestra memoria a todos aquellos que nos han precedido en la fe, y pedimos que gocen de la gloria de Dios. Hemos conocido cuatro generaciones de amigos, y creemos que aquellos que han partido ya de este mundo se han convertido en nuestros mejores intercesores, entre ellos trece hermanas de la Comunidad.

Acción de gracias

“No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria, por tu bondad, por tu lealtad” (Sal 113b, 1). 

Hoy, con motivo del “Día de los Amigos”, os invito a bendecir a Dios. Solo Él conoce la ofrenda personal que ha supuesto mantener vivo este lugar monástico, tanto por parte de la Comunidad de hermanas, como por parte de los amigos, y de manera especial por quienes viven en este lugar. Si en estos últimos tiempos hemos conocido los rigores del frío y la penuria, ¡qué no habrán pasado las generaciones anteriores, durante los siglos en los que no había luz eléctrica, ni calefacción, ni agua corriente, en este lugar aislado, sin carreteras! Somos deudores de los que nos han precedido en la historia y en la fe.

Ante esta historia de fidelidad generosa, tanto en quienes hoy residimos en Buenafuente, como en todos vosotros, queridos amigos, surge entonar un salmo de alabanza: “Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (1Cro 15, 34). El haber recibido el testigo de ocho siglos de vida monástica, nos invita a ser corresponsables con la Comunidad cisterciense de mantener y de transmitir esta historia de amor providente de Dios.  

Un pensamiento me golpeaba en los primeros años de mi estancia en Buenafuente, al tiempo que veía cómo mi persona quedaba afectada si permanecía en esta periferia y cómo mis compañeros se alejaban: ¿Por qué tengo que ser yo quien cierre una historia centenaria? En tiempos de tanta soledad me acudía otra posibilidad, el halago de pertenecer a una comunidad, pero a su vez me decía: “Si por buscar un acompañamiento personal dejo el Sistal en intemperie, ¿de qué me sirve resolver mi soledad si provoco una mayor? Y el Señor nos bendijo, por intercesión de su Madre, con la comunidad de sacerdotes y hombres laicos, que cumple treinta y tres años; en 1990 la aprobó el obispo diocesano. En este tiempo, la Iglesia nos llama a la sinodalidad, e interpreto que Buenafuente es un fruto de la suma de los dones de muchos, en torno a la mesa de la Palabra y del Pan santo.  

He comprendido, al cabo de los años, que la historia solo se entiende desde el final. Tantas veces, cuando somos atrapados por el presente aciago, si se sabe esperar, después cabe bendecir a Dios, incluso por el tramo recorrido a oscuras y a tientas. Una clave para comprender la Sagrada Escritura es leerla desde la resurrección de Jesucristo. Toda la Biblia se debe leer desde el Misterio Pascual de Jesucristo, y así también nuestra propia historia. 

Testigo

He quedado como único testigo para narrar cómo estaba el Monasterio y su entorno hace 54 años. Sin embargo, las piedras del templo románico, sus retablos, sillería, imágenes, de manera especial la del Santo Cristo de la Salud y la Morenita, el manantial de la Buena Fuente y el archivo documental, nos ofrecen no solo los vestigios de una historia, sino la constatación de una providencia que supera la suma de los esfuerzos humanos por mantener abierto este lugar de oración. El documento que se conserva en el archivo del monasterio, fechado de 1177, y los 778 años que han trascurrido desde la llegada de las primeras monjas (documento de 1245), nos impiden presumir de forma personalista a la hora de contar el derroche de amor y de ayuda recibidos a través de tantos amigos en los últimos años. Tengo la convicción, cada vez con mayor certeza, de que Buenafuente es un signo de lo que Dios hace cuando los hombres pensamos que ya no se puede hacer nada. Y esto, en diferentes circunstancias críticas, es aplicable a cada uno de nosotros. Desde la fe siempre es posible la esperanza, como canta el salmista: “Espera en el Señor, sé valiente, espera en el Señor, que volverás a alabarlo” (Sal 26). Jesús mandó a los discípulos a pescar cuando ellos estaban agotados por haber bregado toda la noche sin ningún resultado, y al obedecer la Palabra del Maestro: “echad las redes”, fueron testigos de una pesca abundante (Lc 5, 1-11).

Reconozco que el don mayor, que ha forjado mi historia y creo que también la de las monjas, ha sido el servicio de acogida y de escucha a tantos que pasan por Buenafuente para unos días de retiro espiritual, carisma benedictino según manda la Regla: “Recíbase al huésped como al mismo Cristo en persona” (R 53). He acuñado el aforismo: “Uno es respuesta a la pregunta que le hacen”, por el axioma que un día escuché: “Donde no hay discípulo, no hay maestro”. El deseo de ser respuesta a la pregunta recibida, me ha dejado gustar vivencias íntimas, que me han ayudado en mi proceso personal. En una de las últimas entrevistas, un joven me compartía lo que le había sugerido la meditación del pasaje evangélico en el que se narra la resurrección de Lázaro (Jn 11). Me comentaba: “¿Por qué Jesús, si tenía intención de devolver la vida a su amigo, permitió que muriera, con el consiguiente dolor de sus hermanas Marta y María?” Y a la vez se respondía, “porque hay momentos en los que el Señor permite que lleguemos a sentirnos muertos, con la losa encima, oliendo incluso a podrido, para que se vea con mayor evidencia que el acontecimiento de volver a la vida, al amor, a la ilusión, es acción de Dios y no fruto de esfuerzo humano”. Quizá se puede aplicar esta consideración a lo que hemos vivido en tantos momentos, al reconocer que ha sido el Señor y no nuestra fuerza, quien ha sostenido este lugar, cuando se presumía y presentía su final histórico.

A lo largo de estos años se han escrito varios libros, que aportan documentación tanto histórica como espiritual sobre Buenafuente. Aunque podría ilustrar mis palabras con la referencia de algunas circunstancias más reseñable recogidas en las diferentes publicaciones, remito a esos textos, para centrarme sobre todo en la acción de Dios. [1] 

El monasterio

El 16 de octubre de 1969 inicié el ministerio como párroco de Huertahernando, de Villar de Cobeta y como capellán y párroco de Buenafuente. No se me va de la memoria la imagen del primer día que llegué al Sistal, en el que tuve que ayudar al capellán anterior y a las monjas a cargar algunos sacos de patatas, que vendían por necesidad económica, y de comentarles que debían rezar por quienes se las comieran.

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Cada día, me sigue impresionando el tañido de las campanas. Algunas veces, aunque no haya nadie en el exterior del monasterio, las campanas siguen llamando a la oración, desde el alba a la noche, y el clamor se extiende por los valles en un eco limpio, sonoro, acompasado, que me recuerda el grito de la espadaña, que escuché al poco de llegar a Buenafuente en 1970: “No queremos callar”. Y me resuena el salmo: “El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje” (Sal 18, 2-5). Creemos que la oración de quienes han vivido y viven en el claustro es fecunda y ha sido razón de bendición divina para muchos, aunque no se sepa la relación entre los oferentes y los beneficiarios. “Quien sirve de buena gana, es bien aceptado, y su plegaria sube hasta las nubes. La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino” (Eclo 36, 16-17).

En este contexto, podríamos glosar la actitud de Tobías, cuando todo parecía dramático: “En aquel instante, la oración de ambos fue escuchada delante de la gloria de Dios, el cual envió al ángel Rafael para curarlos” (Tob 4, 16-17). Un día, cuando contemplemos la gloria de Dios, sabremos por qué el Sistal no terminó en ruinas, como lo han hecho los monasterios de Santa María de Óvila, en Trillo, Monsalud, en Córcoles o Bonaval, en Retiendas, cuyos abades dieron el visto bueno para que se fundara el Císter femenino en Buenafuente. Madre Teresita nos contaba cómo ella cantaba por los claustros del monasterio cuando peor era la situación y el cierre más temible: “Buenafuente no se acaba, no se acaba Buenafuente”, y añadía que por cantarlo, quizá la tendrían por loca. Hoy elevamos con fe el mismo canto, y pedimos a Dios la afluencia de vocaciones para este Monasterio cisterciense de la Madre de Dios. 

Profecía

Tengo que reconocer la fortaleza, reciedumbre, fidelidad y esperanza de las monjas que me acogieron en el año 1969. Dentro de una situación de extrema pobreza y de deterioro del edificio del Monasterio, no decayeron en su vocación contemplativa e hicieron frente a toda adversidad en aquellas horas recias, como mujeres de fe.

Hoy, con la distancia del tiempo transcurrido, se valora más la decisión profética que en 1972 tomaron las monjas, con toda su precariedad, de abrir el monasterio para compartir la liturgia. Sorprende la sagacidad que en aquellos momentos demostraron las hermanas, al abrir la clausura para acoger. En 1971, sor Bernarda, sor Trinidad, sor Purificación, sor Carmen, sor Esperanza, sor Mª Peña, sor Corazón, sor Inmaculada, madre Teresita, su hermana, madre Margarita, y madre Soledad, las once hermanas que formaban la Comunidad, acogieron mi propuesta de vivir el sacramento de la comunión eclesial abriendo sus puertas, superando los límites de lo que habían vivido hasta ese momento, que había sido una forma de vida en total separación del mundo exterior. Las celosías, las rejas, la clausura papal, el ambiente eclesiástico, el principio: “siempre se ha hecho así”, debían sentirse como obstáculo para abrir de par en par el recinto monástico. Sin embargo, es de resaltar la valentía de aquellas hermanas, que se atrevieron sobre todo a compartir la pobreza, superando el pudor de no tener nada, y se dejaron ayudar, sin perder su carácter contemplativo. Nada fue fácil. Todo se resolvía por consenso de las hermanas, que deseaban por un lado ser fieles a la tradición y por otro lado, acoger los signos providentes, que les invitaban a compartir la oración, el silencio, la soledad, la pobreza… ¡Fue tanta la pobreza que se sintieron libres para tomar una decisión tan arriesgada!

Recuerdo muy vivamente la intuición que tuve de ver a jóvenes que se acercaban a beber agua de la fuente para aplacar su sed, intuición que se publicó en la prensa provincial en 1972. Cuando todo parecía desierto, veía en el horizonte llegar a peregrinos. Testimonio y descripción que se recoge en el libro que escribió Doña Jimena Menéndez Pidal, “Guía del peregrino”, editado por la Diputación en 1980.

En aquellos años posteriores al Concilio Vaticano II, la visión teológica de la Iglesia como sacramento de comunión, me inspiró la propuesta para ofrecer el espacio monástico, y en él la Liturgia, como epicentro de los encuentros de la Comunidad con el exterior. Era habitual que una comunidad religiosa atendiera una casa de ejercicios, y las monjas se convirtieran en buenas hospederas, pero este no era el carisma propio de unas contemplativas, aunque tuvieran fama de guisar muy bien el cordero, el flan y la leche frita, sino invitar a compartir su carisma, su silencio, oración, pobreza y liturgia. Los presbíteros, las monjas, los residentes, los huéspedes, todos reunidos en torno al altar como expresión de formar un mismo cuerpo, y después cada uno, según su forma de vida y situación personal, vivía la jornada bien en la atención pastoral, bien en el claustro, tanto en los trabajos domésticos, como en días y jornadas de retiro. Es deber reconocer la gracia y la moción del Espíritu, porque todo esto se forjó cuando se ofrecía, por parte de las autoridades provinciales, con la mejor voluntad, convertir Buenafuente en una escuela de verano para niños, y a las monjas en buenas cocineras. Sin embargo, en aquel momento, sin tener nada a cambio, se renunció a ese proyecto subvencionado, para permanecer en una opción monástica acorde con el carisma benedictino-cisterciense, vivido durante más siete siglos. 

Los primeros amigos 

Al leer distintas noticias que se publicaron en diferentes medios de comunicación, se acercaron algunas personas, que a su vez se hicieron eco en la prensa nacional de la situación del Cister en Buenafuente. Se llegó a escribir: “Se vende un monasterio románico en el Alto Tajo”. Esto motivó la especulación hasta el proyecto de imaginar la posible industria de embotellar el agua de la Buena Fuente. Mas cuando todo parecía abocado a la ruina, se prendió la llama de la esperanza. En esas circunstancias, las monjas, que no tenían ningún equipamiento, solo la riqueza de su pobreza y el carisma de la hospitalidad benedictina de recibir al huésped como al mismo Cristo, se atrevieron a abrir la clausura a religiosas para unos días de ejercicios espirituales (1972). Publicada esta experiencia, produjo el efecto llamada. Por este motivo, acudió el primer grupo de amigos a celebrar la Semana Santa en 1973, a los que se pudo dar de comer gracias a la ayuda de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana del colegio de Guadalajara, que prestaron el menaje de cocina, los platos y los cubiertos necesarios. Cada noche debían volver a los pueblos vecinos para hospedarse, porque no había ninguna posibilidad en Buenafuente.

Con la perspectiva de los años, la llegada del primer grupo de amigos, se evidencia, cada vez más, como un acontecimiento providente El salmo 125 lo hemos vivido como fiel narración de los hechos: “Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar”. Nos sigue pareciendo un sueño el cambio de la suerte del monasterio. Consideramos un misterio que un lugar tan apartado de los núcleos de población, humilde, pobre y orante atrajera a tantos, y que hoy siga convocando a quienes buscan silencio, oración y naturaleza en un ambiente austero, donde se invita a compartir, igual que hace cincuenta años, la pobreza, la hospitalidad, la liturgia y el entorno natural, y a poner las manos en los trabajos domésticos necesarios. De esta experiencia surgió el hacer como himno propio el salmo 8: “Señor, Dios nuestro, que admirable es tu nombre en toda la tierra,…”, sobre todo después de ser testigos de tantos dones como se aunaban para ayuda del Monasterio. 

Debemos reconocer que son muchos los que han ayudado a tejer la historia de este lugar en estos últimos diez lustros. Que Dios pague como Él sabe hacerlo a cada uno. Estoy seguro de que nada se pierde, y si un vaso de agua, dado a un discípulo de Jesús, tendrá su recompensa, ¿qué bendición no tendrá el hacer posible el reencuentro con Dios, la ofrenda del lugar tranquilo y sosegado para que las personas gusten la relación íntima con el Señor? “Por eso, acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios” (Rom 14, 7).

Las lecturas bíblicas que nos han acompañado

“Pues el Dios que dijo: Brille la luz del seno de las tinieblas ha brillado en nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo” (2Cor 4,6).

Desde el primer momento fuimos leyendo con las hermanas la realidad histórica a la luz de la Palabra. Los datos sociológicos, culturales y económicos de aquel momento producían preocupación, pero la Palabra de Dios irrumpía dándonos esperanza. Los pasajes de la hospitalidad de Abraham en Mambré (Gn 18), el relato de la generosidad de la viuda de Sarepta con el profeta Elías (1Re 17), la acogida del matrimonio de Sunén al profeta Eliseo (2Re 4), nos daban esperanza. En los tres casos se narra el don de la fecundidad como fruto de la hospitalidad. Y aunque no se abrieron las puertas del Monasterio como estrategia, sino como exigencia de la Palabra y de la Regla de san Benito, aconteció el don de la llegada de nuevas hermanas al monasterio y de numerosos huéspedes amigos. 

Sentíamos en propia carne las profecías de Isaías: “Digo de Jerusalén: “Será habitada”, de las ciudades de Judá: “Serán reconstruidas”. Yo mismo levantaré sus ruinas” (Is 45, 26). “Tu gente reconstruirá las ruinas antiguas, volverás a levantar los cimientos de otros tiempos; te llamarán ‘reparador de brechas’, ‘restaurador de senderos’, para hacer habitable el país” (Is 59, 12). 

Monasterio de Buenafuente del Sistal

Si el icono de la Trinidad de Rublev es un referente en nuestra historia, actualmente nos ilumina la descripción evangélica de la travesía del Mar de Galilea. La orden de Jesús de cruzar el Lago de Tiberiades y la fenomenología que acontece en el viaje son fiel reflejo de lo que se puede vivir, no solo una vez en la vida, sino en varias circunstancias. “Subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron. En esto se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas; él dormía. Se acercaron y lo despertaron gritándole: ‘¡Señor, sálvanos, que perecemos!’. Él les dice: ‘¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?’. Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma. Los hombres se decían asombrados: ‘¿Quién es este, que hasta el viento y el mar lo obedecen?’” (Mt 8,23-27). Una tentación sutil, aparentemente coherente, es la que cabe sufrir, anticipando posibles escenas, como proyección lógica de acontecimientos adversos. En esos casos, la mente reacciona como lo hicieron los discípulos ante la tormenta, adelantando la quiebra, que provoca el grito de socorro y hasta el miedo. Al contemplar cómo termina la travesía, nos anclamos “firmes en la fe e inamovibles en la esperanza” (Col 1,23), y “nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Rom 5, 2).

No tengo ninguna certeza sobre el futuro, pero sí sobre el presente. Creo que en todo lo que sucede cabe la interpretación creyente y descubrir el sentido providencial de los hechos. Estamos en las manos de Dios. Si en un momento vivimos el salmo 125 como oración que expresaba el favor recibido, hoy el salmo 126 se convierte en referencia esperanzadora: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas. Es inútil que madruguéis, que veléis hasta muy tarde, que comáis el pan de vuestros sudores: ¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!” (Sal 126,1-2).

La historia del Císter de Buenafuente nos invita a confiar en estos momentos recios. Si los padres de la Orden vivieron circunstancias adversas hasta que llegó san Bernardo con treinta compañeros, y los monjes blancos se expandieron por toda Europa, sin tener otra certeza mayor que la fe, tengo por seguro que las monjas que hemos conocido y ya gozan de Dios, interceden por nosotros: son nuestras mejores valedoras ante la Madre de Dios, y de su Hijo, Jesucristo.

Desde hace unos años, cada tarde se ofrece en la iglesia del Monasterio un tiempo de adoración, de estar de manera gratuita ante el Señor. Los domingos y en días de Ejercicios Espirituales cabe sentir la narración del vidente del Apocalipsis: “Y el santuario se llenó de humo procedente de la gloria de Dios y de su poder.” (Ap 15, 8) Podemos sentir como expresa Santa Teresa de Jesús: Púsose el Santísimo Sacramento para gloria y honra de Dios, adonde, a mi parecer, es Su Majestad muy servido (F 20, 14) Y he sentido la moción: “Deseo permanecer aquí y ser adorado”

Conclusión 

Pidamos al Señor, por intercesión de san Bernardo y de tantos amigos que nos han precedido, que esta historia de amor de Dios, siga siendo un signo elocuente para el hombre de hoy y para generaciones sucesivas, y “toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Flp 2, 11).

A manera teresiana: Acabóse esto de escribir en el monasterio de la Madre de Dios, el día siete de septiembre, de 2023, víspera de la Natividad de Nuestra Señora, para gloria de Dios, que vive y reina por siempre jamás, amén (VII, M Epílogo 5).

[1] A lo largo de todos estos años se han publicado diversos libros con referencias históricas sobre Buenafuente. JIMENA MENÉNDEZ PIDAL, “Buenafuente del Sistal, Guía del Peregrino”, Diputación Provincial, 1980; Mª del CARMEN VILLAR, “Defensa y repoblación de la línea del Tajo en un lugar determinado de la Provincia de Guadalajara: Monasterio de Santa María de Buenafuente”, Caja Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja, 1987; MARIA TERESA VILLAR ROMERO Y Mª del CARMEN VILLAR, “Buenafuente, un Monasterio del Císter”, Studia Silensia XVII, 1994; COMUNIDAD DEL MONASTERIO CISTERCIENSE DE LA MADRE DE DIOS, “La Buena Fuente del Císter”, Ibercaja 1995; ÁNGELA C. IONESCU, “No podemos callar”, PPC, 2013; ÁNGEL MORENO, DE BUENAFUENTE, “Nos parece soñar”, PPC, 2019.