Editorial

Un soplo de vida

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En el planeta, se produce un suicidio cada 40 segundos. En España, once personas al día deciden poner fin a su existencia. Y los intentos de suicidio se han disparado un 250% entre adolescentes y jóvenes. Es la lacra tabú de nuestro tiempo, que se ha manifestado con mayor virulencia si cabe con la irrupción del coronavirus. El confinamiento global provocado por la emergencia sanitaria fue la simiente para que se desataran múltiples trastornos mentales y heridas afectivas que afloran de manera significativa, sin distinción de edad ni estrato social. Tampoco de credo.



Los católicos son hijos de su tiempo y viven en medio de un mundo en el que la depresión y la ansiedad, entre otras enfermedades, logran atrapar a la persona en un infierno interior sin aparente salida. Lamentablemente, los intentos autolíticos no entienden de laicos, religiosos o sacerdotes. Por eso, no tiene sentido alguno despejar balones fuera, pensando que el mero hecho de creer supone un blindaje infranqueable para los pensamientos suicidas que brotan de la soledad, la frustración, los abusos, la explotación… El fenómeno es tan complejo que lo mismo puede arrastrar a un joven scout, a una catequista o a un rector de seminario.

En este contexto, la Iglesia está llamada a afrontar con madurez esta creciente y alarmante tragedia oculta. Sin duda alguna, la esperanza que brota del Resucitado se convierte en el pilar con el que acompañar a todo aquel que ha perdido las ganas de seguir adelante, que se ahoga en una maraña de culpabilidades y no ve más solución que acabar con todo de un plumazo. Esta esperanza es la que también fundamenta todo consuelo a las familias que se enfrentan a los porqués que taladran toda marcha inesperada.

Salir al rescate

Así lo verbalizó el Cura de Ars ante la preocupación de una viuda que consideraba que su esposo se había condenado para la eternidad al tirarse desde un puente: “No temas, tu marido no se condenó. Entre el puente y el río cabe la Misericordia de Dios”. Pero este apoyo orante y afectivo, siendo esencial, necesita sustentarse en una formación psicológica y psiquiátrica básica. De la misma manera que aferrarse al hecho religioso de manera infantilizada y errada, ante cualquier tendencia suicida, puede desencadenar consecuencias aún más letales.

En este campo, el diálogo entre ciencia y fe conforma el binomio perfecto para salir al rescate, como prueba la experiencia de las congregaciones religiosas que han sabido maridar los avances en la salud mental con la cultura del cuidado y la esperanza pascual, para convertirse en referentes que plantan cara a la pandemia del siglo XXI. Con estas premisas, la Iglesia podrá liderar la batalla en todos sus frentes: desde la prevención hasta el duelo, para abrazar al otro y contagiar un soplo de vida.

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