Editorial

Un Domund excepcional

Compartir

El coronavirus se ha cobrado ya un millón de vidas. Y lejos de darse por controlado, en estos tres últimos meses de expansión, han fallecido el mismo número de personas que en el semestre previo. A esto se une la dificultad para cuantificar la incidencia real en los países en vías de desarrollo, donde la falta de recursos humanos y materiales para realizar test, tratamientos o autopsias hacen imposible calibrar su incidencia real en la mortalidad.



Basta con contemplar cómo se han desbordado los sistemas sanitarios de los países occidentales y los efectos letales en la economía, para hacerse una mínima idea de la voracidad entre los más vulnerables. O lo que es lo mismo, el efecto multiplicador al aliarse con otros males como la malaria, el dengue… Pero, sobre todo, el hambre. El confinamiento global ha frenado en seco la posibilidad de que millones de hombres y mujeres puedan llevar a su casa el pan de cada día, cronificando aún más la pandemia de la pobreza.

En este contexto, el Norte parece caer en la tentación de salvarse a sí mismo ante una pandemia sin fronteras y sin caer en la cuenta de que abandonar al Sur a su suerte se está revolviendo ya como un bumerán. “La pandemia nos ha mostrado que no podemos vivir sin el otro, o peor aún, uno contra el otro”, expresaba estos días el Papa ante las Naciones Unidas, reivindicando una vacuna universal, porque, “si hay que privilegiar a alguien, que ese sea el más pobre”.

Un frente más

Bien lo saben los misioneros, que, lejos de huir despavoridos ante esta amenaza, no se han movido un milímetro de su entrega permanente. Son tantas las batallas cotidianas sufridas y ganadas a sus espaldas, entre guerras, regímenes dictatoriales, explotación de las multinacionales y catástrofes naturales, que el COVID-19 es solo un frente más que ni les frena y, casi, ni les amedrenta, más allá de las pertinentes medidas de prevención.

Sin embargo, este arrojo evangélico no significa que se les tenga que abandonar a su suerte. Más bien, al contrario. Urge dotarles de medios, al erigirse como el puente eficaz entre los privilegiados y quienes viven castigados en la misma Casa común, en la misma Iglesia. Y no solo por su capacidad para transformar la realidad con auténticos gestos de heroicidad, sino por ser portadores de la esperanza y la misericordia del Resucitado en medio de la incertidumbre, el miedo y la muerte.

De ahí la importancia, más que nunca, de este Mes Misionero que culminará el 18 de octubre con la celebración del Domund. Porque, sin ser calificado como ‘extraordinario’, al igual que ocurriera el pasado año, adquiere por sí mismo la categoría de excepcional y exige un compromiso de todos verdaderamente excepcional.

Lea más: