Editorial

Rodríguez Olaizola: hacia una tierra sin fronteras

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La simplificación de la mirada a la realidad está llevando a cierto maniqueísmo en todos los ámbitos de la sociedad, ya sea en política, en economía, en los medios… Contigo o contra mí. Un discurso polarizado del que participa la Iglesia en su proceso de reforma. Toda conversión conlleva flecos y resistencias que no se pueden obviar porque, a la larga, pueden generar daños irreparables.



Es la llamada que el jesuita José María Rodríguez Olaizola hace, no solo como escritor en su nuevo libro ‘En tierra de todos’, sino en cada una de sus facetas como sacerdote, comunicador y acompañante. El peligro de adjudicarse a Jesucristo como propiedad de una u otra sensibilidad solo propicia muros infranqueables que sepultan la fe. Cuanto más se reivindica para sí la figura y el mensaje del Hijo de Dios como patrimonio exclusivo, menos hueco se deja a la acción del Espíritu en ese terreno aciago y sectario.

Entre otras cosas, porque la perspectiva es justo la contraria. Jesús no le pertenece a nadie, sino que todos forman parte de él. Es la llamada pontificia a promover la cultura del encuentro entre los propios creyentes, poniendo la mirada y los esfuerzos en lo esencial. Para que las seguridades no se conviertan en rigideces ni el esnobismo descafeine el mensaje evangélico. Pero, sobre todo, para evitar caer en la tentación de generar un territorio comanche en lo que debería ser un hospital de campaña abierto a los verdaderos heridos.

En el Mensaje para la Jornada de las Comunicaciones Sociales, el propio Francisco insta a construir “una narración que sepa mirar al mundo y a los acontecimientos con ternura; que cuente que somos parte de un tejido vivo; que revele el entretejido de los hilos con los que estamos unidos unos con otros”.

Abrazo a la pluralidad

Para forjar esa tierra de común unión, urge abonarla con una semilla vinculada a la apuesta bergogliana por la sinodalidad: el reconocimiento de la diversidad. Solo desde el abrazo a la pluralidad eclesial será posible superar todo desconcierto y acabar con las etiquetas dicotómicas entre conservadores y progresistas, derechas e izquierdas.

El Pueblo de Dios parece estar lanzando un mensaje a sus pastores, teólogos, liturgistas y demás líderes con una vida cotidiana que permanece firme y fiel a pesar de las polémicas de altos vuelos. Que su ejemplo de fe sencilla, libre de adherencias, sirva como brújula para reconocer al otro como hermano y no como contrincante en la búsqueda de la verdad y la construcción del Reino.

En un planeta que, hoy por hoy, es un polvorín, solo la Iglesia puede ser el instrumento que rebaje tensiones, cree puentes y borre estigmas. Pero, antes, tiene que saberse ella misma reconciliada y ser tierra de acogida, sin fronteras.

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