El sábado 11 de enero, la Santa Sede hacía público el nombramiento de dos españoles, la hija de Jesús Clara Echarte y el obispo José Antonio Satué, para convertirse en delegados pontificios de dos institutos de vida consagrada que forman parte de una misma familia carismática: los religiosos del Verbo Encarnado y las religiosas siervas de Nuestro Señor y de la Virgen de Matará.
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Hace cuatro décadas dieron sus primeros pasos en Argentina y, desde entonces, se han multiplicado las irregularidades en su seno, además de estar marcados por los abusos de sus fundador, Carlos Buela. Pero, quizá, lo más llamativo es el constante desafío para ningunear y zafarse del acompañamiento brindado por Roma con hasta cinco comisarios que no han logrado desmantelar el gobierno en la sombra que mantinenen.
La gravedad que se afronta en ambas entidades es tal que tanto a Echarte como a Satué se les ha dado potestad incluso para derogar sus constituciones, además de que ya se les ha prohibido abrir nuevas comunidades y admitir más postulantes.
La situación resulta todavía más rocambolesca teniendo en cuenta el inusitado crecimiento de este movimiento, que hoy cuenta con más de 3.000 miembros repartidos por los cinco continentes, a los que habría que sumar una tercera orden laical que no responde a autoridad eclesial alguna. Esto dificultará el trabajo de quienes han de tutelar su marcha, máxime teniendo en cuenta su presencia en lugares de periferia. De hecho, hay quien vislumbra detrás de estas apuestas de frontera una estrategia para hacerse imprescindibles como misioneros entre los últimos y, por tanto, impedir que la Santa Sede se plantee su disolución.
Peones de ajedrez
Con financiación suficiente y algún que otro respaldo episcopal significativo, más allá de esta estrategia de su cúpula para ejercer de abanderados de una vida consagrada fiel a la ortodoxia, la preocupación se centra en los religiosos y laicos de a pie vinculados a esta plataforma que son peones de un complejo ajedrez, amén de tantas víctimas de abuso de poder, conciencia y sexual que han abandonado el grupo.
El negacionismo interno a la pertinente fiscalización vaticana recuerda a otros escándalos pasados y presentes y vuelve a poner sobre la mesa la ligereza con la que se han erigido asociaciones diocesanas por su pujanza vocacional y luego se les han confiado obras apostólicas en tiempos de carestía de recursos humanos. Pero, sobre todo, urge un discernimiento sobre la existencia de un verdadero carisma y, por tanto de una institución, si se constata que su raíz fundacional emergió con un proyecto de tintes sectarios que poco tiene que ver con un don del Espíritu regalado a la Iglesia y al mundo.