Editorial

El migrante como salvavidas

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España afronta un invierno demográfico imparable, con la natalidad en caída libre, y se sitúa como el segundo país europeo más envejecido. Eso sí, la población aumenta un 1,8%, debido al incremento de la esperanza de vida y a la creciente llegada de migrantes. Sin embargo, hasta una treintena de provincias pierden habitantes por la despoblación rural.



Este cóctel se adereza con una ausencia real de proyectos públicos y de financiación para promover un reemplazo generacional que incentive la natalidad, dignifique los salarios, vertebre la conciliación… Y que sea capaz de ver el fenómeno migratorio como una oportunidad y no como una amenaza.

La Iglesia española, a través de las diferentes plataformas promovidas por la vida religiosa, el laicado y las diócesis, trabaja desde hace décadas en el empeño de hacer realidad el “fui forastero y me hospedasteis”, que ahora se traduce en los cuatro verbos capitales formulados por Francisco: acoger, proteger, promover e integrar.

Así lo refleja el esfuerzo de la Subcomisión Episcopal de Migraciones y Movilidad Humana, mano a mano con todas las delegaciones diocesanas, para poner en marcha los denominados Corredores de Hospitalidad y la llamada Mesa del Mundo Rural, que buscan generar puentes entre las diócesis que tienen una mayor presión migratoria y aquellos otros territorios eclesiásticos, principalmente rurales, que pueden ofrecer, no solo techo, sino un trabajo que les permita salir adelante con dignidad y rescatarles del pozo de la exclusión.

Revitalizar la España vaciada

‘Vida Nueva’ ha sido testigo del acompañamiento de una de las primeras familias que participan en este programa, para confirmar su viabilidad y su capacidad para revitalizar la España vaciada. Lamentablemente, los recursos eclesiales son limitados, y los poderes públicos siguen afrontando la crisis migratoria a trompicones. Los intentos de criminalizar al extranjero se han convertido en arma electoral, presentándolo como una amenaza para una integración siempre compleja, pero que no necesita agitadores ideológicos, sino planes de acción y desarrollo en los lugares de origen, tránsito y, por supuesto, destino.

La presión migratoria que sufre España, como el resto de países europeos que son frontera con otros continentes, exige políticas que ni mucho menos pueden estar basadas en negar derechos, generar guetos, levantar muros, multiplicar las concertinas y mirar para otro lado cuando diariamente el Mediterráneo y el Atlántico se convierten en cementerios. Europa no tiene que defenderse del migrante, sino defenderle, porque aquel que llega en patera con el agua al cuello, paradójicamente, es el salvavidas de un viejo continente que está dejando ahogar su futuro.

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