Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Una verdad que oculta otras


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Esto de ir una vez al año a Bilbao hace que note mucho más los cambios que experimenta la ciudad. Desde el verano pasado se puede comprobar con facilidad cómo se han ampliado las aceras de mi barrio a costa de estrechar las carreteras y cómo han vuelto a pintar las señales del asfalto. No son estas las únicas transformaciones que percibo. Además de aquellas que afectan a las calles, de año en año también descubro los pequeños cambios, pero no por ello superfluos, que se producen en la parroquia a la que acudo. En esta ocasión me he encontrado un comulgatorio en el pasillo central de la iglesia, nuevas imágenes de santos de la congregación bajo cuya responsabilidad está la parroquia, escudos de esa institución por todas partes y una campana en el acceso que va de la sacristía al templo que pone “voz de Dios” en latín.



Sin duda, hay una mejora notable de la estética en muchos aspectos, también en el que afecta a la solemnidad de las celebraciones. De lo que quizá no seamos tan conscientes es de toda la teología que se afirma sin hablar en estos pequeños gestos y que suele impactar en las personas mucho más que las palabras que se repiten. Está claro que el latín, las formas solemnes, la invitación sutil a comulgar de rodillas y el aumento de referencias a los santos no tienen nada malo en sí, pero inevitablemente subrayan una verdad a costa de ocultar otras.

Comunion De Rodillas

Con estos pequeños cambios se acentúa sin palabras la absoluta trascendencia de Dios, esa que requiere distancia, mediaciones de personas modélicas que “se acercaron” a Él, lenguajes propios que, por desconocidos, se consideran más dignos y llamadas de atención a golpe de campana, al más puro estilo del perro de Pavlov. Poner el acento en lo absolutamente Otro que es Dios implica, de manera casi inevitable, relegar a un segundo plano su inmanencia, es decir, su empeño por caminar a nuestro lado, por entrar en relación con nosotros, por abrazar nuestra humanidad y por abajarse para caminar a nuestro lado… porque, no lo olvidemos, es Él quien se acerca y no nosotros.

Ansias por marcar diferencias

Quizá tampoco me debería sorprender la insistencia en la identidad particular de quienes rigen el templo. Menos asombro aún si me fijo en nuestro contexto sociológico y las ansias por marcar diferencias ondeando la bandera de lo propio. Con todo, no puedo evitar que me chirríe bastante, porque me encaja mal con los empeños de sinodalidad en los que nos movemos en la Iglesia. Acentuar la identidad particular, aquella que nos viene por familia carismática, deja inevitablemente en un segundo plano esa identidad general que nos iguala entre nosotros y nos une a todos. Me refiero a esa que nos viene por ser bautizados, así, sin más… y sin que sea menos.

Ya decía Jesús que quienes han bebido un vino añejo no quieren el nuevo porque aseguran que el añejo es mejor (cf. Lc 5, 39). Lo que no deja de sorprenderme es quienes consideran mejor el añejo habiendo probado el nuevo. Quizá convenga que el nuevo y el añejo se mejoren entre sí, entren en diálogo y aprendan uno del otro. Sea lo que sea, hagamos un esfuerzo por descubrir y cuestionar sin miedo qué discurso sobre Dios se esconde en nuestros gestos y acciones, no vaya a ser que no solo contradiga lo que dicen nuestras palabras, sino que tampoco sea lo que realmente queremos expresar.