Una discusión alarmante


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Seguramente nos llevará mucho tiempo tomar conciencia de los inmensos cambios que está provocando en el mundo y la Iglesia esta pandemia que todos padecemos de una manera u otra. Aunque todavía parece temprano para intentar imaginar el futuro ya abundan las reflexiones de todo tipo sobre las transformaciones que se vislumbran en el horizonte desde el punto de vista económico, político, cultural o científico. Comienzan a aparecer también diferentes intentos de teorizar sobre el futuro de la Iglesia y la ansiedad nos empuja a procurar imaginar el rostro de la comunidad de los cristianos una vez que pase la tormenta. Como es inevitable esas elucubraciones expresan las diversas expectativas y reflejan las diferentes concepciones de la Iglesia que conviven en la actualidad dentro de la institución.



Sin pretender agregar una nueva conjetura sobre el futuro, quisiera invitar a una reflexión sobre algo que no pertenece al mañana sino al doloroso presente y que pone de manifiesto uno de los grandes desafíos que deberemos afrontar más temprano que tarde. Me refiero a esa discusión, por momentos insólita, que se ha despertado en el interior de las comunidades a partir de la imposibilidad de participar de las celebraciones sacramentales de la misma manera que se venía haciendo hasta hace poco.

En algunas oportunidades se trata de feligreses “de a pie” y en otras de encumbrados cardenales, en cualquier caso en medio de la tragedia apareció un debate sorprendente. Hasta el mismo Papa quedó envuelto en la discusión porque para algunos su actitud de aceptar las disposiciones de la sociedad civil fue algo parecido a una traición o una claudicación. Para agregarle confusión al insólito escenario, los sectores más conservadores que hasta hace unos años eran “más papistas que el Papa”, fueron los primeros que se rasgaron las vestiduras escandalizados.

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¿Una discusión menor?

Lo que al principio parecía un altercado sin mayor importancia adquirió una dimensión que exige una reflexión profunda que no puede ser postergada ni disimulada. En la controversia ha quedado de manifiesto una concepción de los sacramentos y de la vida espiritual que expresa, nada más y nada menos, que una actitud ante Dios absolutamente alejada de las enseñanzas de la Palabra de Dios y de la tradición de la Iglesia. Por lo visto y escuchado en estos días muchos laicos, y también unos cuantos pastores, siguen teniendo una concepción ritualista de la vida cristiana que se asemeja notablemente a las prácticas fariseas denunciadas por el Maestro en los Evangelios.

La imposibilidad de acceder a los sacramentos puso de manifiesto varias actitudes que no pueden dejar de señalarse con cierta preocupación. En primer lugar, sorprende la actitud de quienes consideran que se los está ¡privando de un derecho! ¿Desde cuándo los sacramentos son un derecho? O para decirlo al revés ¿Cuándo dejaron de ser un regalo de Dios absolutamente gratuito e inmerecido? En segundo lugar, la angustia por no poder acceder a los sacramentos expresa una errónea o inmadura relación personal con el Señor que, como bien sabemos o deberíamos saber, habita en nuestro corazón y no necesita de los sacramentos para entrar en contacto con quienes sinceramente lo buscan y se dirigen a él. En tercer lugar, esta situación pone de manifiesto hasta qué punto sigue arraigada en muchos hombres y mujeres de la Iglesia una catequesis cimentada en el temor a un Dios castigador y distante que genera la necesidad de actos rituales que contengan la ira y el castigo divinos. Cuando se dice que no se puede prescindir de los sacramentos para alcanzar la paz interior y lograr un encuentro con Dios, ¿no se está expresando que sin ellos, sin esos ritos, reaparecen la angustia de la culpa y el temor? ¿Qué relación tienen con Dios quienes por tener que estar un mes sin sacramentos reaccionan de esta manera desmedida y carente de caridad cristiana?

Se pueden seguir señalando muchas otras preguntas e inquietudes que genera esta situación. En cualquier caso, queda en evidencia que en nuestras mismas comunidades es urgente una catequesis profunda y clara sobre el valor y el lugar de los sacramentos en la vida cristiana. Quizás con el tiempo agradezcamos a estos tiempos tan tristes habernos permitido redescubrir la auténtica maravilla del don de Dios que nos ofrece su amor en cada eucaristía, en cada bautismo, en cada uno de los signos sensibles y eficaces de la Gracia. Quizás cuando pase esta tragedia todos hayamos tenido la experiencia de que gracias a ella pudimos encontramos en familia de una manera nueva con el buen Padre Dios que habita en nuestros corazones y nuestras casas además de en las iglesias y los sacramentos. Afortunadamente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios así lo está viviendo y el Papa Francisco, una vez más, ha sido el primero en poner las cosas en su lugar.