Una bolsa de canicas


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No me refiero a la película dramática francesa de 2017, dirigida por Christian Duguay y basada en la novela autobiográfica homónima, de Joseph Joffo. Nos narran las aventuras de dos hermanos que cruzan la Francia ocupada por los nazis en busca de sus padres y hermanos, en la zona italiana.



Yo estoy pensando en el año 76 del siglo pasado. Una parroquia de barrio obrero y un párroco recién llegado, que había estado siempre en el mundo rural. Y cinco seminaristas de 1º de Estudios Eclesiásticos, implicados en la acción pastoral de aquel barrio.

En el barrio, a un lado de la iglesia y detrás de la escuela, había una escombrera (más tarde, campo de fútbol de tierra) donde los chavales jugaban entre basura, cascotes y escombros. “Había que acercarse a ellos”, dijo D. Lorenzo.

Tiempo de juegos

Un día descubrí a un grupo jugando a las canicas, pues era el tiempo de ellas. En otro momento, era la peonza, de madera con rejón de hierro; o las chapas; o platillos de las botellas de refrescos que, como futbolistas o coches de carreras, por difíciles circuitos, se iban empujando haciendo una pinza de propulsión del índice con el pulgar; otra vez, al pincho, clavando con fuerza en el suelo un palo, con la punta hecha a navaja, e intentando derribar al contrario. Los que rondáis los 70 años sabéis de lo que os hablo.

Niños jugando a las canicas

Frente a la parroquia, un quiosco vendía de todo para los niños y niñas del barrio. Compré una bolsa de canicas y me fui a jugar con aquellos chavales de 11 años. Se hicieron amigos míos, pues me pegaron una paliza (aún guardo las canicas que me sobraron). Aquellos chavales formaron un grupo del Movimiento Junior de Acción Católica. Ahora tienen 60 años y nos encontramos, al menos, una vez al año.

Gracia y aprendizaje

Ayer, contando aquellos comienzos a un joven que ronda los 20 años, me dijo: “Creo que en la Iglesia debería comenzar el tiempo de las canicas”. Cuando se fue a su casa, me quedé pensativo. Recordé aquellos años, a mis compañeros de curso, que dedicábamos algunas tardes a programar y revisar nuestras acciones pastorales en el barrio. Fueron una gracia y un aprendizaje aquellos años de formación, tan tempranos (teníamos la edad de mi interlocutor).

Aquello era una Iglesia y un seminario en salida, pero no lo sabíamos. Lo único que teníamos claro era que había que rezar, estudiar y salir a comernos el mundo. Quizás éramos ingenuos, pero nos forjaron como sacerdotes entregados y sin descanso. Gracias a todos nuestros rectores, formadores, profesores y párrocos. Gracias, joven amigo Rodrigo, por dejarme hurgar en el rescoldo para que surja de nuevo el fuego.

¡Ánimo y adelante!