José Luis Pinilla
Horizontes abiertos y Presidente de CONFER-ALCALA. Grupos Loyola

Un país a oscuras: cuando la modernidad se apaga


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Hay momentos en que la realidad se viste de símbolo, y este apagón repentino que dejó a la Península Ibérica sumida en la oscuridad es uno de ellos. No solo se apagaron las luces eléctricas; se apagó el ritmo febril de una sociedad que confunde el progreso con la continuidad ininterrumpida de lo digital, con la certeza de lo inmediato. Es un suceso que recuerda que el hilo que sostiene nuestra vida cotidiana es delgado, frágil, casi invisible… hasta que se rompe.



Lo sucedido no es solo una interrupción técnica. Es una grieta en la ilusión de invulnerabilidad que sostiene a los países desarrollados. Desde los hospitales hasta los teléfonos, todo colapsa, todo queda suspendido en una suerte de limbo tecnológico. Muchos lo constataron pero nadie nos dijo las causas.

Es  un acontecimiento extraordinario, pero también plantea sin quererlo una pregunta sobre nuestra humanidad compartida: ¿qué nos queda cuando se apagan los sistemas, cuando la tecnología se silencia y quedamos solos con nuestras dudas? Para todos, la respuesta es una mezcla de soledad, resistencia y una esperanza que, aun en la oscuridad, no deja de parpadear.

Esta suspensión tocó a todos los ciudadanos. Pienso, por poner un ejemplo de este acontecimiento, cómo fue afectando a los vulnerables. Y cómo la preocupación y el desconcierto de la ciudadanía por el corte eléctrico fue más que una incomodidad: fue un zarpazo de angustia.

Dos hombre de Orense con velas en medio del apagón

Dos hombre de Orense con velas en medio del apagón

Pensé en los migrantes. Estos son, por naturaleza, gente que vive entre dos mundos: el presente que habita y el pasado (o la familia, o la tierra) que dejó atrás. Su vida depende muchas veces del hilo tenue de una videollamada, del mensaje de texto que cruza océanos, del dinero enviado en línea, del número de WhatsApp que mantiene viva una madre al otro lado del mundo. Cuando todo eso desaparece, aunque sea por unas horas, no solo se apagan las luces: se reavivan los miedos más profundos del desarraigo.

Este apagón no aclarado nos atañe a todos. Y a la mayoría nos duele de parecida manera y nos afecta, incomoda, preocupa y daña.

Es verdad. Pero hoy tuve la necesidad de poner el foco en la situación de los refugiados y migrantes. E imaginarlos apiñados en pateras,  aferrados a sus móviles casi más que a sus chalecos salvavidas. Recordaba entonces la imagen de una de ellas con migrantes dirigiendo su móvil al cielo en busca de señal. Me evocaba también la antigua figura del navegante que alzaba la mirada a las estrellas para orientarse. Aquí, el GPS reemplaza a las constelaciones, y la promesa de conexión es, en realidad, la promesa de no desaparecer.

Sin señal

¿Qué ocurre cuando no se puede saber en tierra o en el mar si la familia está bien? ¿Cuando no puede recibir instrucciones en una lengua que no domina del todo? ¿Cuando se queda atrapado en una ciudad donde no tiene redes cercanas, ni certezas, ni refugios familiares? Es una crisis inédita, pero para quienes viven en márgenes esa fragilidad ya es pan de cada día. El apagón no fue, para ellos, una anomalía, sino una amplificación de la precariedad muchas veces cotidiana.

Pero la señal volvió. En la ciudad, el apagón de móviles ha sido motivo – temporal y olvidadizo- de queja y desconcierto. Un silencio digital que duró apenas unas horas.

Pero en medio del mar, alguien lo sintió como una eternidad. Sostuvo el teléfono en alto, girándolo hacia el cielo como quien busca una estrella perdida. Era todo lo que tenía: una batería moribunda, una brújula sin norte, un mensaje sin destino.

Entonces, justo cuando pensó que el mundo lo había soltado de la mano, una barra de señal parpadeó en la esquina de la pantalla.

Solo una línea. Pero bastaba.

La señal volvió.

Marcó. Contestaron.

Y, por un instante, el mar ya no fue tan inmenso.

Y a los que somos de tierra adentro nos pasó lo mismo.