Es un dicho popular que evoca que en la vida todo tiene un precio y, por tanto, todo se puede comprar y todo se puede vender. Pero, más allá de la visión utilitarista, el asunto es si deberían haber cosas que no se deberían comprar ni vender.
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El tema es que, porque uno se puso precio, no quiere decir que el otro ya lo hizo. Se entiende que cada quien mide con la propia vara, pero generalizar conlleva a ciertos riesgos aderezados con prejuicios.
En el campo social, por ejemplo, se pretende justificar posiciones por prebendas económicas: lealtades ciegas que solo encuentran razón en el bolsillo. Como si a todos les movieran los intereses. Aunque suene inocente, pensar así dinamita la confianza en las relaciones.
Sujeto y no objeto
La persona humana no es objeto, hay que decirlo: es sujeto. Por tanto, nadie puede ser comprado y nadie puede ser vendido. Muestra de ello es como el pensamiento humano hoy reprueba la trata de personas. ¿Pero será la única forma de mercadear con la persona?
El denominado “dataísmo” y el acelerado crecimiento económico ha ayudado a que la persona se exhiba como mercancía, sin necesidad de contacto físico; sobran ejemplos.
De allí que, sí la persona no se debería vender, tampoco su conciencia, pues es lo único que es realmente propio: el receptáculo del yo, dónde no solo se toman decisiones, sino que se ponen límites a las decisiones y al propio comportamiento.
Vender la conciencia tiene un alto precio: se menoscaba la propia dignidad, se le pone monto a un valor incalculable la vida misma y, lo más complejo, se cae en una co-dependencia del mejor postor, del que más ofrece, del que más da, derivando en relaciones malsanas que siempre terminan en la autodestrucción.
Comprar la conciencia, por su parte, tiene también sus efectos. Es una forma sutil de esclavitud, de pisar y minimizar al otro, de castrarlo, de arrebatarle lo más preciado de la dignidad humana —la libertad—, y con ello cualquier bien desde el horizonte.
Ni vendidos, ni comprados: irrevocablemente libres
El punto es que, mientras unos se venden, otros pueden comprar, y unos pueden acusar a otros de vendidos, y otros pueden afirmar que son comprados. Todo se reduce a lo material, a lo económico, a lo utilitario, al precio, al beneficio, al crédito.
Comprar conciencias, por ejemplo, para apoyar causas sociales que se sabe que son injustas pero popularmente llamativas (sin mencionar a nadie); comprar conciencias en la política para ganar adeptos que mantengan el ego del pseudo líder en el poder —esto tiene muchas formas—; la relación clientelar con el pueblo para que siga siendo pobre. Comprar conciencia desde la empresa y el mercado para la corrupción, la ganancia fácil, la explotación de uno sobre otro.
Por ello, la necesidad de insistir: ni la persona ni su conciencia se venden, así como la dignidad no se negocia ni el bien común es relativo, sino que se construyen, se cultivan y se salvaguardan, en beneficio de toda persona y de su absoluta e irrevocable vocación a la libertad.
Por Rixio G Portillo R. Profesor e investigador de la Universidad de Monterrey.
