Todavía no es Pascua. Lo sabe la liturgia, lo intuye nuestro corazón. Llevamos varias semanas de una Cuaresma más en la que esperamos salga una Pascua nueva y diferente a las anteriores.
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Ya con el Domingo de Ramos y el inicio de la Semana Santa, algo empieza a moverse. No con claridad, ni con fuerza… pero se mueve.
Este miércoles es solo el comienzo. Estamos dejando atrás la rutina, y nos asomamos al Misterio. Ya no es Cuaresma, pero aún no celebramos la luz. Es como vivir entre estaciones: no hace frío, pero tampoco calienta el sol. No es invierno, pero la primavera aún no aparece. La Pascua todavía no llega… pero ya la estamos esperando.
Y no se trata de un deseo superficial. Es un anhelo que nace del cansancio, de lo que pesa, de lo que se rompió. ¿Quién no necesita una resurrección? ¿Quién no desea que algo vuelva a respirar por dentro? No hablo de cosas grandes. Hablo de tener fuerzas para amar, de mirar con ternura, de confiar sin miedo. La Pascua no es solo una celebración. Es una necesidad de nuestro interior.
En la pastoral de cada día también vivimos comienzos. Hay madres que oran sin ver el cambio en sus hijos. Hay comunidades que siembran sin cosechar. Hay acompañamientos donde solo se puede estar, mirar, callar… y esperar. No damos respuestas. Damos presencia. Y en esa fidelidad silenciosa, se abre camino la Pascua.
Hoy es Miércoles Santo. El día en que el evangelio menciona a Judas. El día del cálculo, del corazón dividido. Del precio puesto a lo sagrado. La liturgia nos pone ante esa escena incómoda: la traición silenciosa que se cocina en la noche. Y no hay nada resucitado aún. Solo tensión, confusión, miedo. Pero también, y esto es lo más sutil, hay una decisión: Jesús no huye.
Y esa es quizás la clave. Pascua no empieza cuando todo brilla. Empieza cuando uno decide no escapar. Cuando se acepta pasar por el dolor sin renunciar a la fidelidad. Cuando se confía en que el amor, aunque ahora sea incomprendido, tendrá la última palabra.
“Dios no abandona. Incluso cuando parece callado, incluso cuando todo se oscurece, Él está actuando. Su amor es más fuerte que la muerte y su fidelidad no se borra con nuestros fracasos”. (Papa Francisco, Homilía Vigilia Pascual, 2020).
Acompañar a Jesús esta semana es eso: caminar sin entender del todo. Esperar sin ver señales. Amar aunque duela. Perdonar sin condiciones. Sostener la vela aunque no haya fuego. Porque esa es la esperanza cristiana: no una emoción, sino una decisión. No una certeza clara, sino una fidelidad terca.
Hoy no puedo proclamar todavía que Cristo ha resucitado. Pero sí puedo decir que lo estoy esperando. Que lo necesito. Que me preparo como quien abre las ventanas aunque aún no haya salido el sol. Porque ya lo he visto otras veces. Porque sé que la Pascua llega, siempre. A su tiempo. En su modo. Con suavidad. Pero llega.
Y mientras tanto, aquí estoy: como muchos, como tú, como tantos. Esperando la vida. Esperando que algo florezca. Esperando que lo que ahora duele, mañana tenga sentido. Todavía no es Pascua… pero ya estamos caminando hacia ella. Y eso, aunque no parezca mucho, lo cambia todo.
Lo que vi esta semana:
Un Papa llegando por sorpresa, llevado en silla de ruedas, con mejoría en su salud y deseando una buena Semana Santa para todos.
La palabra que me sostiene:
“Voy a celebrar la Pascua con mis discípulos en tu casa”. (Mateo 26, 18)
En voz baja:
La Pascua llega siempre.