Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Tierra de coyotes


Compartir
Podría tratarse de una vil huida de las olas de calor en España, pero no es el caso. Que ahora mismo me encuentre en México no se debe a un afán personal por intentar escabullirme de las altas temperaturas, por más que no pasar de los 21º pueda ser la envidia de algunos. Lo que sí está claro es que este verano estoy aprendiendo mucho de mis cambios geográficos y, por más que vaya con la agenda bien ajustada, siempre hay algún resquicio para conocer costumbres y lugares nuevos.
El otro día visité algo de Coyoacán, donde nació Frida Kahlo. No se requiere mucha intuición para imaginar la procedencia del nombre de esta ciudad de corte colonial, pues significa algo así como “tierra de coyotes”. Este origen se confirma, además, porque tropiezas con representaciones de estos animales, convertidos ya en seña de identidad, por todas las esquinas.
No sé si la relación de los habitantes de Coyoacán con estos parientes lejanos de nuestros perros siempre resultó motivo de orgullo para ellos o si, en algún momento, pudo resultar una manera despectiva de denominarlos. Quizá no siempre caemos en la cuenta, pero el ser humano tiene una capacidad infinita de resignificar la realidad, convirtiendo lo vergonzoso en algo de lo que estar orgullosos a base de aceptarlo y reconocerlo como algo característico, único y propio. Los ejemplos se multiplican. Sin ir más lejos, esta dinámica de transformación se encuentra a la raíz del día del orgullo. En esta habilidad de tornar lo humillante en digno de reconocimiento, los cristianos deberíamos ser expertos.

Coyote

Este convertir en motivo de orgullo lo que podría ser insultante está en nuestro ADN de cristianos, ya que confesamos que un condenado a muerte es nuestro salvador y un instrumento de tortura de la época romana es el signo que nos identifica como seguidores de Jesucristo y del que alardeamos. En este contexto social, político y eclesial, que da una importancia desmesurada a todo aquello que se percibe como una expresión de identidad, no estaría mal cuestionarnos cómo nos definimos y nos presentamos ante los otros.

Disfrutones del ahora

No me refiero a preocuparnos por lo que otros opinan de nosotros, sino preguntarnos si nuestra manera de presentarnos ante los demás es desde lo que pueden considerar valioso o si, más bien, asumimos el osado atrevimiento de convertir en señales de identidad lo que podría ser reprochable e incluso empleado como insulto.
Quizá podríamos repensar cómo llevar con orgullo, al estilo de los coyotes de Coyoacán, el reconocer que no tenemos todas las respuestas, porque no somos los más sabios ni los más honorables (cf. 1Cor 1,26), presentarnos como “disfrutones” del ahora, porque somos seguidores de un “comilón y borracho” (cf. Mt 11,19) o no pretender ser influyentes socialmente, porque Jesús estaba más interesado en rodearse de “malas compañías” que en la gente reconocida de su sociedad (cf. Lc 15,2).