Raúl Molina
Profesor, padre de familia y miembro de CEMI

Su tía no es noticia


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Tengo la costumbre, buena y mala, de no vivir demasiado pendiente de medios de comunicación y de las redes sociales. Pero, es tal el aguacero de noticias que caen sobre mi tejado, que tengo el techo lleno de lamparones de humedad e, incluso, he tenido que poner algún cubo que se llena cada poco de informes difíciles de digerir.



Este verano, sin duda, Gaza y los incendios en la Península me han obligado a buscar barreños con capacidad para soportar el incesante goteo.

Siempre me ha resultado molesta esta intromisión en mis preocupaciones, cuando son otros los que deciden lo que es de mi interés. Más aún me desagrada si, además, pretenden dirigir mi sensibilidad. Y esto ocurre, generalmente, siempre que los hechos dejan de ser hechos y se convierten en producto periodístico.

La inaceptable realidad del sufrimiento de los niños gazatíes se ha visto acompañada por la impotencia que nos provoca ver nuestros bosques ardiendo. Un mal y el otro son hechos dolorosos, pero el dolor lo sentimos gracias a una maquinaria mediática que ha decidido elegir algunas heridas y algunos fuegos para colocarlos en el escaparate de la tienda de las tragedias (bendito corazón humano que no ha perdido su capacidad para conmoverse).

Las otras tragedias

Sin embargo, la trastienda está llena de fuegos y de heridas que nadie nos muestra. Y no me refiero a otras guerras, sabidas pero silenciadas, o a otras catástrofes naturales que no ocurren cerca de nuestros pueblos. Me refiero a las tragedias cercanas: me refiero a la demencia de la tía de mi amiga Mari Ángeles; me refiero a las quince horas de trabajo diario sin contrato de Gregorio; me refiero a los quinientos euros al mes que paga por una habitación una familia de cuatro miembros; me refiero al “techo de cristal” que en cuestiones como la educación y la sanidad sufre el veinticinco por cierto de la población española; me refiero a la soledad no deseada de muchos de nuestros mayores; me refiero a… (complétese la lista).

Y es que tengo la sensación de que, igual que un escaparate nos invita a poner nuestro deseo en lo que no tenemos y nos hace olvidar lo mucho que podemos disfrutar de lo que tenemos, el escaparate de la tienda de las tragedias nos anima a consumir dolores lejanos y nos hace olvidarnos de aquellos que tenemos cerca, de aquellos que nos comprometen, de aquellos que obligan a  tomar postura, a asumir riesgo, a ofrecer dedicación. Nos olvidamos de aquellos sufrimientos que nos invitan a la conversión de nuestra mirada, de nuestra sensibilidad, de nuestra voluntad.

Lucha contra el fuego en el incendio que calcina Oimbra (Ourense). EFE

Sí, creo que el escaparate de la tienda de las tragedias es alienante: nos conmociona, luego nos angustia, luego nos paraliza. Nos priva de esperanza, nos saca del juego, nos aleja de la posibilidad de ofrecer lo que somos para que todo sea un poco mejor.

Como el sacerdote de la parábola, pasamos de largo sin poder o sin querer ver al prójimo tirado en la cuneta, porque andamos pendientes de los asuntos del templo.

Claro que es terrible no saber digerir el dolor del otro. Nuestras manos no llegan a las heridas de todos. Pero todos tenemos un rincón en el mundo en el que poder mostrar cómo nos gustaría que fuese el mundo.

Conviene sacudirse el polvo.