En esta época en que están de moda las visiones y los videntes, es bueno volver la mirada a los que la Iglesia ha considerado no solamente auténticos, sino todavía más, verdaderamente transformados por las visiones que tuvieron hasta llegar a la santidad. Entre otros, cómo no recordar a Bernadette, Catalina Labouré o Faustina Kowalska, al indio Juan Diego o a los niños de Fátima, Jacinta y Francisco. Ciertamente no son santos por haber sido videntes, pero la experiencia extraordinaria que tuvieron configuró totalmente su vida posterior hasta llegar a la plenitud que llamamos santidad. Y la mayor parte de ellos coincide en un aspecto de ese camino hacia la santidad: la vida no les fue fácil, sino todo lo contrario, más bien muy complicada, pues precisamente el haber tenido esas apariciones les trajo persecuciones, recelos, restricciones y todo tipo de dificultades.
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Un caso emblemático y muy cercano a nosotros es el de Sor Lucía de Fátima, declarada Venerable por el Papa Francisco en junio del 2023 y por tanto ya cercana a los altares. No tuvo una muerte rápida, como sus primos Jacinta y Francisco, sino una vida muy larga y llena de dificultades, sobre todo por parte de la misma Iglesia. Podemos decir que pagó un caro precio por haber sido vidente.
Con tres amigas
Sor Lucía (nacida Rosa dos Santos) vino al mundo el 28 de marzo de 1907 en Aljustrel, Fátima, Portugal, en el seno de una familia muy sencilla, compuesta por su madre, María Rosa, una mujer enérgica y veraz, y su padre, António Dos Santos, de carácter más dócil pero afectuoso. A la edad de 7 años, en 1914, Lucía comenzó a pastorear el rebaño familiar. En ocasiones lo hacía con sus primo Jacinta y Francisco y ella misma cuenta en sus Memorias que iba con ellos con poca gana porque no les aguantaba mucho. Nada tenían que ver con los dos niños que un par de años después morirían en olor de santidad.
Durante este tiempo, antes de las conocidas apariciones marianas, ella y tres amigas vieron en tres ocasiones una figura envuelta, de la que ella guardó silencio. Después, en 1915, junto a sus primos fueron testigos de una serie de apariciones precursoras y en la primavera de 1916, se les apareció un joven “más blanco que la nieve”, el que llamarían Ángel de la Paz, quien les enseñó una profunda oración de adoración, esperanza, amor y perdón: “Dios mío, yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman”. Estas palabras, profundamente grabadas en Lucía, se convertirían en un ancla espiritual, repitiéndolas en los momentos más difíciles de su vida.
Sacrificio y reparación
El 13 de mayo de 1917, a mediodía, los tres niños recibieron la primera aparición de una Misteriosa Señora en Cova da Iria, propiedad de los padres de Sor Lucía. Esta experiencia inicial no estuvo exenta de un gran sufrimiento para la niña, cuya mayor pena fue la incredulidad de su propia madre, un dolor que se sumó a la preocupación generada por el sacerdote que sugirió una posible tentación demoníaca. Sin embargo, la angustia de Sor Lucía fue disipada por el consuelo de la Virgen en la aparición del 13 de julio, que fue también aquella en la que se les mostró la visión del infierno, cimentando una misión de sacrificio y reparación que sus primos viviría pronto a través de la enfermedad y Lucía a lo largo de una vida larga y difícil, como hemos dicho.
A mediados de agosto de 1917, los tres videntes padecieron el secuestro y encarcelamiento por parte del alcalde en Vila Nova de Ourém, donde se consolaron mutuamente con una y hasta rezaron con otros presos. La aparición posterior, el 19 de agosto, lejos de minar su espíritu, despertó en ellos un renovado deseo de ofrecer sacrificios, mientras que sus padres, incluido el de Lucía, suavizaron su escepticismo, reconociendo que “No sabemos si es verdad, pero tampoco sabemos si es falso”. La quinta aparición tuvo lugar el 13 de septiembre, seguida de un primer interrogatorio sacerdotal el 27 de septiembre. Finalmente, la sexta y última aparición, el 13 de octubre, culminó con el aclamado “milagro del sol”.
Grandes pérdidas
Los años siguientes trajeron consigo grandes pérdidas. En 1919, Lucía sufrió la muerte de su primo Francisco Marto el 4 de abril, y la de su padre en julio, mientras ella se encontraba en Lisboa. Un nuevo gran dolor llegó el 20 de febrero de 1920 con el fallecimiento de Jacinta. A pesar del duelo, Lucía manifestó a su madre en junio de 1921 su deseo de hacerse religiosa. El obispo de Leiria, Mons. José Alves Correia da Silva, la tomó bajo su protección para alejarla de la curiosidad y la presión, pero le impuso muchas restricciones. El 15 de junio de 1921, la Virgen se le apareció en Cova da Iria para confortarla y confirmarle que era “voluntad de Dios” que siguiera el camino que el obispo le indicase, que era ir a Oporto.
El 17 de junio de 1921, fue acogida en el Colegio de Vilar, de las religiosas Doroteas, donde permanecería por cuatro años. Aunque su primera impresión a la Superiora fue la de un “animal salvaje” (as.i lo dejó por escrito la reverenda), su adaptación fue rápida, aprendiendo a escribir con fluidez en un año. El 24 de agosto de 1921 recibió la Confirmación de manos de Mons. Correia da Silva, quien la guio con afecto paternal. El obispo le dio lecciones fundamentales, recordándole: “Hija mía, en tu casa hacías lo que querías, aquí obedeces”, y le prohibió estrictamente aceptar cualquier regalo. Con esta etapa se cerró la infancia de Lucía, un tiempo que forjaría el imprinting fundamental de toda su vida, marcado por una obediencia incondicional a la guía dura de la Iglesia que quería protejerla pero a la vez ejercía un control muy grande sobre ella.
La virtud de la humildad
Se sometió a la voluntad de sus superiores religiosos, quienes procuraron mantenerla oculta y lucharon por inculcarle la virtud de la humildad, que no le era espontánea. El 15 de junio de 1921, la voz de la Virgen le indicó que “siga el camino por el cual el obispo quiera guiarte, es la voluntad de Dios”. Aquel año abandonó definitivamente los lugares que amaba para estudiar en Oporto. En 1924 se le impidió presentarse a un examen para pasar a estudios superiores, con el fin de no revelar su verdadera identidad, un revés que la hirió profundamente, pues estaba convencida de que con una mejor formación podría servir mejor a la causa de la Virgen.
En 1925, asistió a la canonización de Santa Teresa del Niño Jesús en Roma. Al pasar por Lisieux, sintió por primera vez un deseo de ingresar al Carmelo, una idea que el obispo de Leiria inicialmente aprobó, pero luego retractó ante la objeción de la superiora de las Doroteas que su verdadera identidad sería descubierta. Con espíritu de obediencia, Lucía postergó su anhelo carmelitano para complacer a las religiosas que la habían educado. Finalmente, el 25 de octubre de 1925, a los 18 años, y por consejo del obispo, ingresó como Postulante en el Instituto de Santa Dorotea en Tui, España, lamentando ser reconocida posteriormente en Pontevedra. El 10 de diciembre de 1925, fue confortada por una importante aparición: la Virgen, mostrándole su Inmaculado Corazón rodeado de espinas, y el Niño Jesús, le pidieron compasión y actos de reparación por las ingratitudes humanas.
Siempre al servicio
El 15 de febrero de 1926, el Niño Jesús se le apareció de nuevo, preguntándole si ya había difundido la devoción. Sin embargo, la reacción de la Madre Superiora ante estas revelaciones fue de claro desagrado, advirtiéndole que, si seguía ese camino, no podría permanecer en la congregación. A pesar de las dificultades, tomó el hábito el 2 de octubre de 1926 y profesó votos simples el 3 de octubre de 1928. Como hermana lega, sus tareas se centraban más en el servicio que en el coro o los estudios, sometiéndose a cualquier orden por “su bien”, incluso en formas duras según las costumbres de la época. Años después recordaría haber sufrido un “verdadero martirio, en sentido moral”, el cual se esforzó por no dejar traslucir.
El 13 de junio de 1929, fue consolada por una visión de la Santísima Trinidad y el Corazón Inmaculado de María, en la que se le solicitó la Consagración de Rusia a este Corazón. En 1930, la Iglesia Católica declaró las apariciones de Fátima dignas de fe y autorizó su culto. El 3 de octubre de 1934, Sor Lucía emitió sus votos perpetuos en el Instituto de Santa Dorotea en España con el nombre de Sor María da Conceição do Amor de Deus. Durante la guerra civil española, se distinguió por su laboriosidad y coraje, siendo luego trasladada al Colegio Doroteo de Sardão en Portugal por motivos de seguridad.
Viva y alegre
A sus 28 años, durante su larga estancia con las Doroteas, Sor Lucía mantenía su carácter vivo, determinado y alegre. Había asimilado una excelente instrucción religiosa, a pesar de que “Hasta 1944 no me fue permitido leer la Biblia, ni siquiera el Nuevo Testamento”. Mantuvo la obediencia y mortificación, siendo constantemente seguida y guiada por el Obispo da Silva, quien sabiamente le ordenó escribir sus memorias. La Primera Memoria fue concluida el 25 de diciembre de 1935. Con el tiempo, Sor Lucía fue adquiriendo mayor conciencia de sí misma y de su misión, especialmente tras recibir nuevas visiones marianas, y se dio cuenta del creciente crédito que le otorgaban las autoridades religiosas y civiles en el contexto del “nacional catolicismo” portugués.
En 1937, regresó a Tui, donde finalizó la Segunda Memoria. Permaneció en España desde el estallido de la Segunda Guerra Mundial hasta su fin. En 1941, concluyó la Tercera y la Cuarta Memoria. En 1942, recibió una nueva revelación relativa a la Consagración al Corazón Inmaculado. Ese mismo año, su salud se vio afectada por una pulmonía que degeneró en pleuritis, y en julio murió su madre, a la que no había podido ver desde 1932. En septiembre, recibió la orden del obispo de escribir el Tercer Secreto. La Virgen María se le apareció el 2 de enero de 1944, confirmándole la orden, y ella envió el escrito seis meses después.
Fuerte personalidad
El 17 de mayo de 1946, llegó a la comunidad de las Doroteas de Sardão (Oporto). Poco después, el 20 de mayo, fue a Fátima -donde hacía años que no habñia vuelto- con la superiora para el reconocimiento canónico de los lugares de las apariciones. El 22 de marzo de 1947, sor Lucía informó al obispo Mons. José de haber escrito al Venerable Pío XII, sin avisar a nadie, para pedir autorización de entrar al Carmelo, lo cual fue interpretado como una imprudencia. Reiteró oficialmente la solicitud al Papa el 28 de septiembre de 1947. Finalmente, con el permiso del obispo competente, el 25 de marzo de 1948, ingresó al Carmelo de Coimbra, tomando el hábito a los 40 años.
El 31 de mayo de 1949, hizo su profesión religiosa en el Carmelo, donde intentó llevar una vida sencilla e intensa, como cualquier otra monja. Sin embargo, su fuerte personalidad, forjada por tantas pruebas desde la infancia, se revelaba. Sentía una clara vocación de guía y la necesidad de mayor autonomía para cumplir su misión. A partir de 1955, la Santa Sede estableció normas que prohibían a cualquier visitante hacerle preguntas sobre las visiones, o el Secreto de Fátima, aunque era evidente que su vida giraba en torno a este mensaje.
Durante los años 60, las limitaciones impuestas por los superiores de distinto nivel se multiplicaron, buscando controlar a esta monja “especial” en temas como recibir visitas o ser elegida superiora, a medida que ella se movía para reiterar peticiones, recibir visitas, proteger a su hermana y mantener correspondencia (incluso para la fundación de un nuevo Carmelo en 1966). No obstante, en marzo de 1966 contribuyó a que se se comenzase una nueva comunidad de Carmelitas en Braga, en la finca Fonte da Pedrinha, donde había pasado veranos de niña, y que había sido donada por una antigua amiga devota de Fátima.
Con perfil bajo
El 13 de mayo de 1967, sor Lucía tuvo la gran alegría de visitar Fátima con motivo de la visita de Pablo VI por el cincuentenario de las apariciones. Aunque en la organización se intentó mantener un perfil bajo para la vidente carmelita, fue saludada por el presidente Salazar, eclesiásticos y ministros. El Papa le dijo simplemente: “He recibido su escrito. Hable con el obispo y obedezca al obispo”. Sin embargo, ante el clamor de la multitud que pedía ver a la única “pastorcita” viva, Pablo VI accedió paternalmente. Sor Lucía fue aclamada junto al Pontífice, un momento que sintió como una confirmación papal; inmediatamente fue rodeada por los prelados presentes, que antes de este gesto de Pablo VI la había evitado.
Entre 1966 y 1969, sor Lucía se dedicó a mejorar el Carmelo de Coimbra, en parte gracias a los donativos recibidos a través de ella. En 1967, recibió una carta de Pablo VI preguntándole si estaba contenta con su retiro en el Carmelo. Sin embargo, en 1968, llegaron normas aún más restrictivas de la Santa Sede, que la hicieron sentirse “o una insubordinada…o una secuestrada”. Un nuevo obispo de Coimbra fue nombrado y, hasta 1969, no mostró interés en conocerla personalmente. Una vez terminadas las obras del Carmelo alrededor de 1970, Sor Lucía continuó recibiendo a obispos y cardenales, se centró en escribir cartas, tocar las Antífonas de la Virgen en el armonio y dedicarse a la filatelia.
La noche oscura
Entre 1975 y 1976, fue responsable de la despensa y enseñaba a cocinar a las novicias, además de trabajar en el guardarropa. El 11 de julio de 1977, en el Carmelo de Coimbra, se encontró con Albino Luciani, futuro Juan Pablo I, y entonces Patriarca de Venecia. En 1978, a los 70 años, ganó la batalla por poder recibir su correspondencia sin abrir, aunque “ni siquiera esto se desarrolló pacíficamente”, y comenzó a recibir y escribir cartas a gran velocidad. Entre 1979 y 1980, recibió dos “breves visitas de Nuestra Señora”, como describió ella, para darle aliento, pues sentía que “se cernía sobre mí una noche muy oscura” después de 55 años de vida consagrada. Fue una noche oscura del alma, que se sumó a todas las noches oscuras externas que había pasado en sus muchos años de religiosa.
Entre finales de 1979 y 1982, Sor Lucía sintió que comenzaba a “alzar el vuelo” en su vida espiritual, alcanzando una unión más íntima con Dios y un progreso en las virtudes, tal como se documenta en su Diario y en los testimonios posteriores. El 13 de mayo de 1982 viajó a Fátima para la visita de Juan Pablo II, que la trató con mucho afecto. Años después, el 9 de noviembre de 1989, con la caída del Muro de Berlín, muchos pensaron en el cumplimiento de la profecía invocada por el Papa venido del Este. Sor Lucía, sin un papel directo en dichos acontecimientos, había esperado con paciencia a que se cumplieran los designios de Dios y al final los vio cumplirse, con gran alegría y gratitud a Dios.
Profecía cumplida
En febrero de 1990, al ser entrevistada sobre lo que se veía como el cumplimiento de la profecía, con gran sentido común, reiteró que era más bien un punto de partida: “Estoy plenamente de acuerdo con lo que ha dicho el Santo Padre… Creo que se trata de una intervención de Dios en el mundo, para liberarlo del peligro de una guerra atómica… Y de un llamamiento apremiante a la humanidad: por una fe más vivida, una esperanza más confiada, un amor a Dios y al prójimo más operante…”
El 13 de mayo de 1991, volvió a Fátima para la segunda visita del Papa y el 14 de octubre de 1996, recibió la visita del Cardenal J. Ratzinger que comp Prefecto de la Doctrina de la Fe investigaba los Secretos de Fátima. Una vez más, el 13 de mayo de 2000, a los 92 años y con dificultad, Lucía acudió a Fátima para la beatificación de Jacinta y Francisco, en presencia de Juan Pablo II. Fue su última visita al lugar en que tantos años atrás había cambiado su vida para siempre. El 17 de noviembre de 2001, confirmó que el Secreto de Fátima había sido revelado por la Iglesia en su integridad.
Llegamos al final de su recorrido terreno: el 9 de febrero de 2005, sor Lucía recibió la comunión por última vez, y el 13 de febrero de 2005, a la edad de 97 años, falleció. Sus últimas palabras, al parecer, habían sido: “Ofrezco todo por el Santo Padre…”. El día de su funeral, el 15 de febrero, fue declarado día festivo nacional en Portugal, tal era la popularidad de esta mujer, a pesar de su vida encerrada de clausura. Sus restos permanecieron en el claustro del Carmelo de Coimbra durante un año, conforme a su deseo de complacer a sus hermanas, y el 19 de febrero de 2006 fueron trasladados a la Basílica de Nuestra Señora del Rosario en Fátima, junto a los de sus primos entonces beatificados y ahora ya canonizados.




