Ante las muy populares canonizaciones de Carlo Acutis y Piergiorgio Frassati, me parece interesante una reflexión que incluye a éstas dos y a todas las demás, también a algunas que han sido mucho menos populares.
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Como en este mundo -y también en la Iglesia- hay opiniones para todos los gustos, es fácil entender que algunos santos no sean del gusto de todos. Bueno es también entender que cuando el Papa ofrece a toda la Iglesia universal el testimonio de un fiel cristiano proclamándolo santo, no nos está obligando a tenerle devoción, sino a aceptar que ese fiel ha vivido santamente y está en los cielos. El Papa lo propone como ejemplo e intercesor, pero no obliga a cada fiel a imitarlo ni a rezarle. Aún así, en algunas ocasiones, la Iglesia ciertamente obliga a celebrarlo en la liturgia, lo que llamamos las memorias obligatorias y las fiestas). A este propósito, el único Papa que recuerdo en tiempos recientes que en la misma ceremonia de canonización declarase memoria obligatoria la celebración de ese santo ocurrió con Juan Pablo II en la canonización de San Pío de Pietrelcina.
Para todos los gustos
Pero en la historia ha surgido en muchas ocasiones la cuestión si una canonización sea infalible. Algunos se lo han planteado por motivos teológicos y otros por no gustarles ciertos santos proclamados por este Papa o por el otro. Lo que decíamos, hay para todos los gustos.
La cuestión de si las canonizaciones son o no actos infalibles del Papa ha generado un debate intenso a lo largo de la historia de la Iglesia. Hoy en día, la posición más extendida sostiene que sí lo son; sin embargo, ni siquiera hoy existe unanimidad en este punto, y algunos autores -tanto en el pasado como en tiempos modernos- lo han negado o al menos puesto en duda.
¿Se puede equivocar?
Ya en la Edad Media encontramos reservas entre algunos tomistas, si bien Santo Tomás de Aquino fue un firme defensor de la infalibilidad. En la Suma Teológica, en la cuestión 25 de las ‘Quaestiones Quodlibetales’ se pregunta nada manos que si algunos fieles canonizados podrían estar en el infierno (‘Quodlibet’ IX, q. 16, a. 1), pues así lo pensaban algunos en su tiempo, y contesta abordando de manera explícita el tema de la canonización. Allí plantea la objeción de si el Papa puede equivocarse al declarar a alguien santo, dado que se trata de un juicio sobre una persona particular y no sobre una verdad universal de fe.
Su respuesta es clara: las canonizaciones sí gozan de una asistencia especial del Espíritu Santo y, por tanto, no pueden ser erróneas. Santo Tomás razona que, al canonizar, el Papa no solo propone un modelo de vida cristiana, sino que además ordena a toda la Iglesia a venerar públicamente a esa persona. Permitir que se rindiera culto universal a alguien indigno sería, según él, un grave error que podría llevar a los fieles a la idolatría o a la confusión en la fe. Por eso, sostiene que Dios preserva a la Iglesia de tal posibilidad mediante un auxilio especial de su Providencia.
En juego el bien de la Iglesia
En palabras de Tomás, resumiendo su argumento, aunque el Papa puede equivocarse en juicios privados o prudenciales, no puede errar en una canonización solemne, porque aquí está en juego el bien de la Iglesia universal y la pureza de la fe. Su postura fue uno de los cimientos sobre los que más tarde se apoyaron teólogos como Benedicto XIV para sostener la doctrina hoy comúnmente aceptada en la Iglesia.
Sin embargo, entre los mismos dominicos, el cardenal Tommaso de Vio, conocido como Cayetano y uno de los grandes teólogos dominicos del Renacimiento, encontraba dificultades sin llegar a negarla, pues no se refiere directamente a la verdad revelada, sino al juicio de la Iglesia sobre la santidad de una persona. Más duro fue el también dominico Juan de Torquemada, que no veía en la canonización una garantía absoluta de infalibilidad.
Actos prudenciales
Durante la época moderna, varios grandes teólogos siguieron alimentando estas dudas. El más conocido fue el también dominico Melchor Cano, autor de la obra clásica De locis theologicis. Cano afirmaba explícitamente que las canonizaciones no podían considerarse infalibles, porque no tocaban directamente al depósito de la fe ni a la moral revelada, sino que eran actos más bien prudenciales de la autoridad eclesiástica. Y otro dominico, Domingo Báñez, mantuvo una posición semejante, insistiendo en que había que ser cautos a la hora de extender la infalibilidad papal a actos que no parecían tener un fundamento claro en la Revelación.
Frente a estas posiciones críticas, poco a poco fue abriéndose paso la opinión contraria, especialmente con la figura de Prospero Lambertini, que más tarde sería el papa Benedicto XIV. En su monumental tratado sobre las canonizaciones, Lambertini defendió que estos actos sí son infalibles, puesto que el Papa, al declarar santo a alguien, obliga a toda la Iglesia a rendirle culto público y universal, algo que sería inconcebible si existiera la posibilidad de error. Esta postura terminó imponiéndose en la teología católica posterior y es la que habitualmente se enseña hoy.
En la época contemporánea
No obstante, incluso en la época contemporánea se han levantado voces que cuestionan esta conclusión. En el siglo XX, por un lado teólogos críticos con la noción de infalibilidad en general, como Hans Küng, manifestaron que las canonizaciones no deben ser vistas como actos garantizados absolutamente por el Espíritu Santo, sino como decisiones humanas de la autoridad eclesial, susceptibles de estar marcadas por factores históricos o pastorales. En este sentido, algunos teólogos actuales, especialmente en ambientes académicos más abiertos, siguen sosteniendo que la canonización es más bien una decisión litúrgica y disciplinar, y no un acto magisterial infalible en sentido estricto.
Desde un punto de vista completamente diferente, destaca la figura del dominico francés Daniel Ols, que trabajó durante muchos años en las Causas de los Santos. En un estudio suyo, Ols sostiene que declarar santo a alguien no parece responder a una cuestión tan esencial como para estar bajo la infalibilidad pontificia. Según él, la canonización no es necesaria para salvaguardar el depósito de la fe, sino más bien una decisión prudencial de la Iglesia, sin carácter infalible. Desde una posición marcadamente tradicionalista, el teólogo Brunero Gherardini en tiempos recientes manifestó reticencias sobre la infalibilidad de las canonizaciones precisamente por no estar de acuerdo con algunas de los últimos pontificados.
Ni dudas ni oposiciones
En el lenguaje solemne de la Iglesia, las palabras que se utilizan en un acto de canonización tienen un peso muy particular, pues son consideradas como definitivas. Cada vez que un Papa declara a un nuevo santo, utiliza una fórmula que suena como un juicio definitivo, que no admite dudas ni oposiciones. Para ilustrar esto, podemos mirar el caso de la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II, celebrada en Roma el 27 de abril del 2014. La fórmula que empleó el papa Francisco dice así:
“Para gloria de la Santísima e indivisa Trinidad, para exaltación de la fe católica y para el aumento de la vida cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo, y con la nuestra, habiendo tenido madura deliberación e invocado muchas veces la ayuda divina, y con el consejo de muchos de nuestros Hermanos, declaramos y definimos Santos a los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II, y los inscribimos en el Catálogo de los Santos, estableciendo que en toda la Iglesia deban ser devotamente venerados entre los Santos. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Al leer estas palabras, uno no puede evitar notar la solemne claridad con la que se presenta este acto: se habla de una “definición”, una “declaración” y una “inscripción” en el santoral, como si se tratara de un acto irrevocable, casi incuestionable. Esta forma de expresarse tiene sus raíces en la tradición de la Iglesia, que siempre ha buscado resaltar la santidad de aquellos que, a lo largo de la historia, han vivido una vida ejemplar de fe, amor y servicio.
Algunas claúsulas
En épocas anteriores, las bulas de canonización contenían incluso cláusulas mucho más duras, que podrían ser comparadas con un anatema, una condena muy severa. Un claro ejemplo de esto lo encontramos en la bula de canonización de Ulrico, emitida por el Papa Juan XV en 993. En ella, se decretaba:
“Si alguien – lo cual no creemos – se atreviera imprudentemente a contradecir lo que este privilegio ha instituido piadosa y firmemente con nuestra autoridad apostólica, o, por respeto al mencionado obispo, se opusiera o transgrediera de cualquier manera lo que hemos establecido en alabanza de Dios, que sepa que estará sujeto a la excomunión”.
Severo y categórico
Este tipo de lenguaje parece mucho más severo y categórico, casi como una amenaza a aquellos que pudieran atreverse a cuestionar el acto de canonización. De hecho, las cláusulas de anatema fueron una constante en las bulas de canonización durante siglos, hasta llegar a tiempos más recientes. Por ejemplo, en la bula de canonización de Elzeario, promulgada por el Papa Urbano V en 1371, encontramos una expresión similar: “A nadie se le permitirá transgredir o contradecir imprudentemente lo que aquí está escrito como expresión de nuestra voluntad. Si alguien tuviera el atrevimiento de intentar hacerlo, que sepa que incurrirá en la ira de Dios todopoderoso y de sus Apóstoles Pedro y Pablo.”
Es claro que en aquellos tiempos, la canonización no solo era un acto de veneración, sino también un acto de autoridad, respaldado por la fuerza de la Iglesia para condenar a aquellos que osaran desafiarla.
Sin embargo, a partir del Concilio Vaticano II (1962-1965), y con los papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, la actitud de la Iglesia frente a la canonización se suavizó, tanto en términos teológicos como lingüísticos. Este cambio refleja la evolución en el pensamiento de la Iglesia, que busca un diálogo más inclusivo y menos confrontacional, a la vez que sigue reconociendo la autoridad del Papa en estos actos. De hecho, desde principios de la década de 1960, las bulas de canonización ya no incluían las cláusulas de anatema. Esta tendencia se consolidó con el papado de Juan Pablo II, cuyas bulas reflejaban una afirmación más confiada de la autoridad papal sin recurrir a la intimidación.
Desde Doctrina de la Fe
En tiempo más reciente, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó en 1998 una nota aclaratoria sobre el valor teológico de la canonización dentro de la enseñanza de la Iglesia Católica. La Nota fue una respuesta a las preguntas y dudas que surgían, tanto dentro de la comunidad teológica como fuera de ella, acerca de la infalibilidad de la canonización y el papel de la Iglesia en este proceso. Afirma que la canonización es un acto del Magisterio Ordinario Universal del Papa. Esto significa que la canonización es una enseñanza constante y universal de la Iglesia, que se lleva a cabo no solo a nivel local o temporal, sino de manera universal. El Papa, como cabeza visible de la Iglesia, no solo proclama la santidad de un individuo, sino que lo hace en nombre de toda la Iglesia. Al tratarse de un acto del magisterio, la canonización no es solo un acto de veneración o una declaración pía, sino que es una proclamación, reconociendo que la persona canonizada es un modelo de santidad para toda la Iglesia.
En la Nota, se establece que la canonización pertenece a lo que se conoce como el segundo grado de las verdades doctrinales. Este concepto es clave para comprender el significado teológico de la canonización. Las verdades reveladas (como las que se encuentran en el Credo o en la Biblia) son consideradas primer grado de verdades doctrinales. Estas son verdades fundamentales para la salvación y no pueden ser erróneas porque provienen directamente de la Revelación divina.
Juicio sobre la vida
En cambio, la canonización no se basa directamente en la Revelación de Dios, sino en un juicio definitivo sobre la vida cristiana de una persona, confirmado por el Papa. Por ello, la canonización forma parte de las verdades del segundo grado, es decir, son verdades sobre las que la Iglesia tiene la autoridad de decidir y enseñar infaliblemente, pero no están en el mismo nivel que las verdades esenciales de la fe revelada.
La Nota reafirma que aunque no se trata de una enseñanza directamente revelada (como la naturaleza divina de Cristo), la canonización se considera un acto infalible porque la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, no puede equivocarse al declarar que una persona está en la gloria de Dios. Este acto no solo es una declaración moral, sino que tiene implicaciones teológicas y doctrinales importantes, ya que implica que la persona canonizada debe ser considerada un modelo a seguir en la vida cristiana, si bien nadie está obligado a seguirlo. La canonización es, por tanto, un acto de enseñanza oficial de la Iglesia sobre cómo vivir la vida cristiana a través del ejemplo concreto del canonizado.
Impacto directo
La Nota también subraya que la canonización tiene un impacto directo en la vida de los fieles. Al declarar a alguien santo, la Iglesia no solo lo coloca en los altares para su veneración, sino que también le asigna un lugar en la vida espiritual de la comunidad cristiana.
La canonización tiene también un significado profundamente pastoral, ya que busca inspirar a todos los miembros de la Iglesia a vivir una vida cristiana ejemplar, siguiendo el ejemplo de aquellos que han vivido su fe de manera heroica. Además, como nos recuerda la Nota, los santos son testigos vivos de la acción de Dios en la historia humana, y su vida de santidad es un reflejo de cómo Dios actúa en las vidas de aquellos que se entregan completamente a Él.
Después de esta Nota no han faltado las voces -algunas de cierto peso- que se han levantado reafirmando la ausencia de infalibilidad pontificia en las canonizaciones, precisamente por no considerar dicha Nota parte del magisterio definitivo de la Iglesia. Yo, por mi cuenta, modestamente concluiría afirmando que aunque algunos prefieran ver la cuestión abierta todavía, sin embargo la claridad de los argumentos a favor de la infalibilidad es de un peso difícil de ignorar.




