Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Solo el amor


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Hace unas navidades que mi madre me lanzó una indirecta bastante directa, porque a los ya habituales calcetines que llegan por esas fechas, se le sumó un conjunto bastante completo de todo tipo de cremas. Por más que mi madre lo niegue y afirme que tengo un cutis estupendo para mi edad, tengo la sensación de que ella también se ha dado cuenta de la poca atención que le presto a este tipo de autocuidados y las poquísimas veces que se me ocurre echarme un poco de crema hidratante en cualquier parte del cuerpo. Supongo que ese regalo navideño fue el modo más sutil que se le ocurrió de recordarme que los años no perdonan, que vivo en un lugar mucho más seco que mi Bilbao natal y que hay que hacerle un poco de caso a la piel. Ni confirmo ni desmiento los rumores de que aún no he abierto esos botes, los cuales me miran, casi con pena, desde hace un par de navidades. Con todo, el otro día caí en la cuenta del adjetivo que califica a algunas de esas cremas, a aquellas que se consideran “reparadoras”.



Mc 14, 3-9

Aunque “reparación” es un término de fuertes connotaciones religiosas y que tuvo cierto éxito un tipo de espiritualidad nacida hace unos siglos, me parece mucho más sugerente la idea que a cualquiera le viene a la cabeza al escuchar esta palabra en la actualidad. En una época en la que todos los aparatos tecnológicos tienen una vida útil limitada y quedan obsoletos después de un tiempo determinado, “reparar” tiene otras connotaciones. Cuando es mucho más fácil comprar algo nuevo, intentar arreglar lo que no funciona se convierte en un acto subversivo, y no me refiero solo a objetos. Si resulta difícil que cada persona asuma la responsabilidad de sus actos y las heridas que estos provocan, pretender reparar los daños sufridos por otros y recomponer lo que ni siquiera uno ha roto son, sin duda, verdaderos gestos proféticos que se hacen sin ruido y de los que a veces podemos ser testigos.

amor

Desconozco los atributos que puede tener el perfume puro de nardo para el cuidado de la piel, pero tengo la certeza de que la mujer anónima que lo derramó copiosamente sobre la cabeza de Jesús también reparó en Él algo del miedo, la incertidumbre y el dolor de quien sabía que su cuerpo estaba cerca de necesitar ser ungido para la sepultura (Mc 14, 3-9). Y es que, más allá de las cualidades cosméticas de ese bálsamo, no hay nada que repare más la existencia que el amor. Solo el amor rellena las grietas del corazón y repara los daños que la vida y las circunstancias van generando unos en otros. Quizá no nos quite las patas de gallo ni suavice las durezas de nuestra piel, pero aprender a dejarnos querer y a querer cada vez mejor, cada vez más y cada vez a más gente, nos sanea y embellece por dentro, se note o no se note por fuera.