¿Si Dios quiere?


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El pasado 25 de agosto llegó al puerto de Arguineguín, en Canarias, un cayuco con 251 personas. Luego se supo que unas 70 fueron asesinadas en él, algunas de ellas arrojadas vivas al mar. Según algunos medios, se prescindió de parte de esas personas al ser acusadas de brujería o de atraer la mala suerte.



Este macabro detalle me llevó a pensar en el libro de Jonás. En efecto, en este libro bíblico se cuenta que el profeta, huyendo del encargo de Dios de ir a predicar la conversión a Nínive, se embarca en la ciudad de Jafa camino de Tarsis, en el otro extremo del mar Mediterráneo (algunos lo identifican con Tartesos, en el sur de España).

Pero “el Señor envió un viento recio y una fuerte tormenta en el mar, y el barco amenazaba con romperse. Los marineros se atemorizaron y se pusieron a rezar, cada uno a su dios. Después echaron al mar los objetos que había en el barco, para aliviar la carga. Jonás bajó al fondo de la nave y se quedó allí dormido. El capitán se le acercó y le dijo: ‘¿Qué haces durmiendo? Levántate y reza a tu dios; quizá se ocupe ese dios de nosotros y no muramos’. Se dijeron unos a otros: ‘Echemos suertes para saber quién es el culpable de que nos haya caído esta desgracia’. Echaron suertes y le tocó a Jonás (Jon 1,4-7).

Es decir, la desgracia se “explica” por alguna ofensa a Dios. Por eso, tras reconocer Jonás su alejamiento del Señor, se produce este diálogo entre los marineros y el profeta: “‘¿Qué vamos a hacer contigo para que se calme el mar?’, pues la tormenta arreciaba por momentos. Jonás les respondió: ‘Agarradme, echadme al mar y se calmará. Bien sé que soy el culpable de que os haya sobrevenido esta tormenta’” (vv. 11-12). Y es entonces cuando se le traga el gran pez (o la ballena, como se dice tradicional y equivocadamente).

Un hecho en cierto modo contrario lo hallamos al final de los Hechos de los Apóstoles, cuando, camino de Roma, Pablo naufragará frente a las costas de Malta. Esto es lo que les dice el Apóstol a los tripulantes y viajeros del barco en que se encuentran: “Amigos, debíais haberme hecho caso y no haber salido de Creta; habríais evitado estos sufrimientos y estos perjuicios. De todos modos, ahora os aconsejo que os animéis, pues no habrá entre vosotros pérdida alguna de vida, solo la de la nave, porque se me presentó esta noche un ángel de Dios, de quien soy y a quien sirvo, diciéndome: ‘No temas, Pablo, es necesario que tú comparezcas ante el  César; y mira, Dios te ha concedido la vida de todos los que navegan contigo’” (Hch 27,21-24).

En el pensamiento antiguo, todo ‒lo bueno y lo malo‒ depende de Dios. Hoy, los creyentes lo seguimos pensando, aunque, probablemente, lo expliquemos de una manera no tan directa o automática.