Tengo más de 75 años. He cruzado muchas fronteras: la de la juventud, la de las certezas, la del cuerpo que empieza a doler, la de las amistades que ya no están. Pero hay una frontera que sigo cruzando cada día: la del alma. Esa que no se jubila nunca. La que me ayuda a recordar el necesario discernimiento en una sociedad de consumo donde sigo buscando los ejemplos de los que dan sentido a mi vida.
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El sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman (1925-2017), al desarrollar su diagnóstico de la actualidad como modernidad líquida, plantea que estamos viviendo en una cultura que se caracteriza por el consumo. En ella los vínculos humanos son frágiles, inestables, tan fáciles de romper como de crear. En este escenario la Iglesia va teniendo cada vez mucho menos peso para preparar (y presentar) la identidad de sujetos creyentes la construcción de su sentido de vida. La misma Iglesia, como institución, aparece en la actualidad menos respetada. Y esto me duele.
Bauman explica que uno de los preceptos de la razón de la modernidad líquida es “nada a largo plazo”. Pero a mí, que sigo viviendo en comunidad, en Iglesia, por razones de la edad vivo hacia la plenitud en la época del “plazo corto”. Por eso, quizás, me aconsejan dedicar más tiempo a rezar mucho por mi querida Compañía de Jesús y por las vocaciones.
En uno de mis paseos alcalaínos me detengo en la plaza de las Carmelitas de Afuera, a la vera de una estatua y fuente de San Ignacio y observo a los jóvenes de hoy, testigos y protagonistas de esta sociedad. Los percibo en su lucidez intuitiva, su deseo auténtico de justicia, su sensibilidad para reconocer el dolor del otro y su anhelo —aunque a veces no sepan cómo nombrarlo— de una vida más plena y verdadera. Muchos, aún sin lenguaje religioso, intuyen que hay algo más profundo que los likes o el éxito inmediato, y lo buscan, lo tantean, incluso en medio del ruido. Pero también los veo correr entre notificaciones, urgencias digitales, comparaciones constantes, una avalancha de imágenes, ofertas y miedos. Los escucho –cuando se dejan– y me duele su cansancio, su orfandad de sentido, su vértigo.
Entonces me pregunto, en torno al 31 de Julio: ¿qué les diría hoy san Ignacio de Loyola? Ese hombre testarudo, apasionado y convertido. Ese peregrino en busca de sentido que, tras ser derribado por una bala en Pamplona, comenzó a escuchar a Dios en el silencio, entre heridas, y en los márgenes de su tiempo.
Diálogo dramático
Creo que les diría algo así, –lo escribo como un modesto diálogo dramático– con su estilo sobrio y directo:
[Escena: Un banco en la plaza en la que me hallo, al atardecer. El JOVEN está sentado, con los auriculares puestos, mirando su móvil. IGNACIO aparece, vestido de manera sobria. Se sienta a su lado, en silencio. No le interrumpe. Espera. El joven, inquieto, finalmente rompe el silencio.]
JOVEN: ¿Me está mirando? No soy nadie. Solo otro más.
IGNACIO (sonríe): Por eso mismo te miro. Porque tú no eres “otro más”. Dios no hace fotocopias. Y porque creo que tú tampoco quieres seguir viviendo como si nada tuviera peso.
JOVEN (encogiéndose de hombros): Todo es rápido, ¿sabe? Todo cambia. Las cosas duran poco. Las ganas, también. La gente vive de memes y miedo. ¿Y sabe qué? A veces yo también tengo miedo. Miedo de no valer, de no encontrar nada real.
IGNACIO (asiente): El miedo es un tirano silencioso.
Zygmunt Bauman –uno de los sabios de tu tiempo– dijo que “los miedos son más fáciles de movilizar que la compasión”.
Y así los que gobiernan los miedos, gobiernan el mundo.Pero escucha esto: No estás hecho para vivir desde el miedo. Estás llamado a vivir desde el amor.
JOVEN (mirándole por primera vez): ¿Y cómo se hace eso? Si todo es mentira o ruido. Todo está manipulado. Lo que importa es parecer, no ser. Yo… no sé quién soy.
IGNACIO (con suavidad): Yo también viví engañado por el brillo de la gloria, del éxito, de las armas. Pero hubo un día en que todo se quebró. Y por esa grieta entró Dios. Fue entonces cuando empecé a preguntar: ¿Qué busco de verdad? ¿Qué me llena? ¿Qué me vacía?
JOVEN: ¿Y qué encontraste?
IGNACIO: A Cristo.
No el de los tronos, sino el de las llagas.
El Cristo pobre y humillado que camina con los descartados.
Ese que no promete fama, pero sí sentido.
Ese que no grita, pero te llama por dentro.
JOVEN (dubitativo): Pero… ¿cómo escucharle? ¿Cómo saber que no es solo mi cabeza, o una ilusión más?
IGNACIO: Escucha lo que te pasa por dentro. Aprende a discernir. A diferenciar la consolación que da paz de la desolación que vacía. Haz silencio. Examina tu día. Y no huyas de tus heridas: muchas veces, ahí habla Dios.
JOVEN (en voz baja): ¿Y si digo sí? ¿Qué viene después?
IGNACIO (con mirada serena): Entonces empieza la aventura. La verdadera. No será fácil, pero no estarás solo.
Caminarás con los que sufren, los que no cuentan, los que lloran. No por lástima: por compasión.
Compasión no es dar desde arriba. Es padecer “con” … y hacer propia la pasión por la dignidad de todos ellos
“Dar y darse hasta que duela” que diría un seguidor mío llamado Alberto Hurtado.
Y seguir juntos, hacia la libertad que Dios sueña para todos.
JOVEN: ¿Y si tengo miedo de no estar a la altura?
IGNACIO: Dios no busca héroes. Busca dispuestos.
No te pide que seas perfecto, sino que te atrevas a amar. Y eso ya lo puedes empezar hoy.
Que tu vida no sea ruido más, sino una elección que cure, una fe que libere.
[El joven guarda el móvil. Lo apaga. Se queda en silencio. Ambos miran el horizonte. La luz va cayendo lentamente. Pero algo nuevo ha comenzado.]
Porque incluso en esta era líquida, hay pozos profundos donde aún canta el agua. Y basta detenerse, un momento, para escucharla.
