La primera lectura de la liturgia eucarística del día 29 de abril, el día siguiente al del gran apagón, empezaba curiosamente así: “Este es el mensaje que hemos oído de él y que os anunciamos: Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con él y vivimos en las tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero, si caminamos en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia de todo pecado” (1 Jn 1,5-7).
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Es evidente que nuestro mundo moderno nos facilita mucho la vida. Pero también es verdad que nos hace olvidar muchas cosas vitales, por ejemplo, la importancia de la luz para la vida ordinaria, ya que la damos por supuesta. Pero ahí está el caos de los semáforos muertos, los locales a oscuras y sin poder ofrecer un servicio cumplido, etc. cuando falta la luz.
Nuestros antepasados marcaban el ritmo de la vida acompasándola a la luz solar –la única realmente infalible (salvo apocalipsis)–, por eso se decía que se trabajaba “de sol a sol”. Quizá sea esa la razón de que la primera obra en el primer relato de la creación que hallamos en la Biblia sea precisamente la luz: “La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Dijo Dios: ‘Exista la luz’. Y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena. Y separó Dios la luz de la tiniebla. Llamó Dios a la luz ‘día’ y a la tiniebla la llamó ‘noche’. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día primero” (Gn 1,2-5).
El centro de la semana
Evidentemente, esa luz va más allá de la simple luz diurna: es “el más sublime de los elementos” (B. Jacob) y “la más fina de las potencias elementales” (A. Dillmann). La prueba es que el sol, junto con la luna y las estrellas –los astros que regirán el calendario–, solo son creados el día cuarto, otro día importante, puesto que es el que ocupa el centro de la semana.
Por esa razón la luz se va a convertir en el símbolo por antonomasia de Jesús: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12), y, por extensión, de los cristianos: “Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre, que está en los cielos” (Mt 5,14-16).