Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Renunciar al combate


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Es más fácil encontrarme en una estación de tren o de autobús que en un aeropuerto. Aun así, de vez en cuando disfruto de la inconfesable satisfacción de tener que mostrar el pasaporte en migraciones al cambiar de continente. Eso me ha pasado hace poco al venir a Uruguay, no tanto para huir de la ola de calor que arrasa España ni para reencontrarme con el frío húmedo y la ropa de abrigo, sino para dar unos Ejercicios e impartir varios cursos.
Además del encanto que siempre tiene estar en el extranjero, la zona en la que estoy, Florida, me está permitiendo un tiempo de desintoxicación urbana. Aunque ya sabía que iba a una zona de campo, la pista definitiva me la dio en la cola de embarque una chica que también viajaba a Montevideo, porque cuando le dije que el motivo de mi visita al país era por trabajo y que iba a Florida, me preguntó si era veterinaria.
Efectivamente, alrededor del monasterio en el que estoy solo se ven inmensos prados verdes, algunas casas diseminadas y alejadas de la carretera, vacas y caballos. De hecho, la dirección es “camino de las holandesas” y os aseguro que no se refiere tanto a mujeres procedentes de Países Bajos como a otro tipo de “damas” con manchas que mugen y son expertas en dar leche. Cada día, en mi paseo cotidiano después de comer, me encuentro con muchos más vecinos a cuatro patas que aquellos que se sostienen sobre dos piernas.
Lo que más abunda, al menos a la vista, son caballos de todo tipo y condición. Los hay marrones, grises, negros, blancos o moteados, pero, por más que cambie el color, lo que no varía es su majestuosidad y el descaro con el que te miran cuando pasas, siguiéndote con los ojos mientras permanecen comiendo imperturbables.
Una servidora, que no puede huir de su deformación bíblica, no puede evitar recordar esa confesión de arrepentimiento modélica que el profeta Oseas coloca al final de su libro.
Invitando a lo que sería la más sincera de todas las peticiones de perdón que Israel podría confesar, prometen solemnemente no volver a montar a caballo (cf. Os 14,4). Esos animales tan magníficos, que siguen comiendo impasibles sin apartar la mirada, eran usados en el combate. En esa época, montar a caballo no era un ejercicio de hípica, sino una disposición a la guerra y al enfrentamiento armado.

Promesa profética

Ante la locura de tanta violencia gratuita y tantas víctimas de conflictos, cercanos y lejanos, contemplar a estos caballos pastar tranquilamente por el prado me recuerda mucho a esa promesa profética de que las lanzas se convertirán en podaderas y las espadas en arados, porque ninguna nación alzará sus armas contra otra (cf. Is 2,4). Ojalá sea así también en nuestro día a día, empeñándonos en usar para la vida todo aquello que puede ser empleado para dañar a los demás, dejando que pasten tranquilos unos caballos que renunciamos a montar para el combate.