Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Querido Xabier:


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En estos días he conocido a Xabier, mi sobrino más pequeño. Él nació casi con el nuevo año y, desde entonces, no había podido acercarme a Bilbao para presentarnos oficialmente. Como os podéis imaginar, está ya muy grande, gracioso y con muchas ganas de explorar el mundo. Hay que reconocer que la presencia de un bebé en una familia es una alegría para todos. Disfrutamos de los pequeños avances, de sus reacciones ante sus nuevos descubrimientos y todos deseamos que nos reconozca y que nos haga alguna mueca simpática. Nos reencontramos, en realidad, con la ternura que nos suscita lo débil e indefenso y nos permitimos hablar de modo ridículo y hacer el tonto con tal de robarle alguna sonrisa.  



Cuidar a las nuevas generaciones

Es verdad que mi visión de tía es muy distinta a la de sus padres. No solo porque no le veo mucho, sino porque no me veo obligada a batallar en esas pequeñas guerras cotidianas para educar y ayudarle a crecer. Aun así, aunque sea con diversos grados de responsabilidad, todos los adultos tenemos que cuidar de las nuevas generaciones. En esto, la mentalidad bíblica y aquella de las culturas antiguas nos llevan algo de delantera. Por más que los niños no fueran reconocidos socialmente y no tuvieran carta de ciudadanía hasta su edad adulta, todos se sentía responsable de la educación de quienes serían miembros de la tribu y continuarían las tradiciones que daban continuidad e identidad a la comunidad.  

No es extraño que la alegría que expresa Isaías por el nacimiento del heredero se exprese en plural, porque no es solo a sus padres, sino a toda la familia a la que “una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha dado” (Is 9,5). Ante los niños, todos salimos beneficiados. No se trata solo de la responsabilidad que supone y de lo que nosotros podemos aportarles, sino también de aquello que nos suscita en cada uno la presencia de un bebé cerca. ¿No es un regalo para todos?